“Yo aborté”, me dice. Deja los ojos bien abiertos y cierra la boca. La cara de seria de mamá queda en silencio unos minutos. Me había citado a la mesa de la cocina de casa para darme esa charla introductoria —e incómoda— de sexo ante la inminencia de la primera vez. Tengo 17 años y recién estoy empezando: abro los ojos y la boca, mi cara de asombro queda en silencio unos minutos y aprendo la lección: jamás cogí sin método anticonceptivo.
Cinco años después, son mis viejos los que comparten la mesa de la cocina de casa. Charlan también, mientras cortan la fruta para la ensalada que cerrará el primer almuerzo familiar de 2009. Los escucho desde mi cuarto, entremezclados con aquel “yo aborté” de mi vieja que viene y se va de mi cabeza. Me marea un poco, el techo no está quieto. Es casi el mediodía y hace varias horas que enterré en el tacho de basura del baño el Evatest con las dos rayitas azules.
“Yo aborté”, le digo mientras le robo un cigarrillo. Siempre le robo cigarrillos a mamá. Pasaron 15 años de aquella cara de seria. La mesa de la cocina sigue siendo la misma y también la confesión. Sonríe, me abraza. La deja tranquila saber que no estuve sola entonces y que me acerqué a contárselo. Almorzamos.
***
Yo tenía 23 años esa mañana del 1 de enero de 2009 y no podía creer esas dos rayitas azules que mostraba el test de embarazo. “¿Cuándo pasó?”, me preguntaba. Forro siempre, incluso hasta en el boludeo previo. Al único preservativo que se nos rompió al chico con quien yo disfrutaba mi sexualidad y a mí le siguió, de inmediato, la pastilla del día después. Perfectamente aplicada: horarios a rajatabla. “¿Cómo es que estoy embarazada?”, insistí un par de veces.
Envolví el test en papel higiénico, lo enterré en el tacho de basura del baño de mi casa y volví a la cama. Era absurdamente temprano para estar llamando a quien sea un domingo primero de año. Pero mi amiga respondió. Ella llamó a otra. Y esa a otra. Mis viejos despertaron, los escuché salir de su cuarto. Desayunaron y se pusieron a preparar la ensalada de frutas para el mediodía. Me cambié y fui a ayudarlos. Ya no era el techo sino el suelo el que no estaba quieto.
—¿Y te bancaste la reunión familiar con todo eso adentro?—
Mi vieja interrumpe el flashback. Acomoda los bowls con las verduras que en un rato serán ensaladas en el plato de ella y en el mío. Se sienta y pica dos huevos duros sobre las papas hervidas sin mirar. Me mira, busca mi respuesta.
Aunque pasó casi una década, puedo perfectamente contarle cómo me sentí desde el principio de aquel día en que aborté hasta el fin. No fue con miedo, o con angustia. Con dolor o con culpa. No sé bien con qué, pero esa historia quedó escrita en mí. Y ella, a más de 30 años de haberla escrito, también puede contar la suya.
Mi vieja ni yo tuvimos que “comprender” que era (es) nuestro derecho decidir no llevar a término nuestros embarazos. Nunca nos lo enseñaron, pero tampoco dudamos de eso. Las dos también sabíamos que no era legal —no es legal, en Argentina, que una mujer decida interrumpir su embarazo— el resultado de la decisión que habíamos tomado. Y las dos tuvimos cerca, al alcance de la mano, las condiciones que hicieron que nuestro viaje clandestino de transitar un aborto no mostrara su peor cara: la de la soledad, la del estigma, la del peligro de muerte.
Los manifiestos, las estadísticas, las cifras, no brotan cuando se trata de la vida común, la de una. Por lo menos no surgieron en nuestros casos. Mi vieja ni yo teníamos en claro cuando buscamos la forma de ejercer nuestros derechos que el aborto practicado en condiciones de riesgo es la primera causa de muerte materna en el país. Sin embargo, mi vieja me cuenta hoy su experiencia y me aclara todo el tiempo que tuvo “la suerte” de que fuera su ginecólogo de cabecera le realizara la intervención quirúrgica, que “no todas tienen los recursos para salir vivas”.
Condiciones de riesgo: infección, malos procedimientos, malas condiciones de higiene, entre varias otras. ¿Cómo zafás de esas condiciones cuando cuidarte de ellas no figura entre las responsabilidades del Estado? Con guita. Mi vieja la tuvo y yo también, algo que no le sucede a la inmensa mayoría de las niñas, adolescentes y mujeres protagonistas de los entre 450 y 600 mil abortos clandestinos que por año se practican en el país.
***
La falta de educación y de información puesta a circular de manera formal en relación al aborto faltó siempre. Le faltó a mi abuela, a mi vieja; me faltó a mí y les falta a las pibas. A las de hoy, sobre todo: la batalla por que la Educación Sexual Integral sea incluida en las currículas formales de la escuela sigue siendo sin cuartel; eso sin mencionar la cruzada de la Iglesia en ese sentido.
De suplir esos circuitos formales nos encargamos, siempre, las mujeres. De cuidarnos, de aconsejarnos, de acompañarnos a nosotras mismas. Porque la guita con la que contamos mi mamá y yo para ¿asegurarnos? la vida fue nuestra ventaja de clase, pero hubo de lo otro: en mi caso, amigas, las primeras a las que acudí con la situación a cuestas, que consiguieron el dato de un médico confiable; el respeto de mi amigo, que no fue consultado ni tenido en cuenta en mi decisión, comprendió los por qué y no me dejó sola. Fue la combinación de todos esos elementos los que suavizaron mi viaje.
—Yo sabía que no lo quería tener, lo charlé con tu papá, lo charlé con mi doctor y pasó. Y después me hice la canchera hasta que unos años algo de culpa vino—, confiesa, otra vez, mamá. Le pregunto culpa de qué y no lo tiene muy en claro. Pero a medida que habla, algunas definiciones se le escurren. Habla de la “función natural de la mujer”: “Hay algo de la función de la mujer de dar a luz que yo sentí que estaba rompiendo”, continúa. Piensa. “La mujer tiene que parir, incluso aunque no quiera. Cambiar eso es ser una mala mujer”. Y concluye, por suerte: “Bueno, el lugar que nos da la sociedad de alguna manera se nos mete por algún lado y a veces cuesta pelearle”. Yo sé que ella lo hizo bien.
Dice que le costó contar que se había hecho un aborto. Decirlo. Años.
A mí no. Desde el momento en que pasó lo hice carne, experiencia personal, historia clínica, aunque nunca dejé de sentir que cada “yo aborté” iba acompañado de un halo de secreto revelado. A quienes nunca pude contárselo fue a mis viejos. Hasta hace unos días. Mi vieja me sorprende con su reacción. Larga una carcajada cuando le cuento que la secretaria del médico al que acudí tuvo que echar a parte del grupo de contención que me había acompañado esa mañana del 2 de enero, casi diez años atrás.
—Me alegro de que no estuviste sola—, me abraza mamá. Mi primera compañía fue ella, siempre.
N° de Edición: 1789