
El sábado 16 de julio el ilustrador, historietista y escultor Carlos Nine abandonó este mundo para convertirse en leyenda. Nine fue un artista muy respetado entre colegas, críticos y entusiastas de las artes plásticas, un autor que dejó tras de sí una hermosa obra, pero también una cantidad infinita de amigos y compañeros. Quienes hacemos NAN nos confesamos admiradores de su arte y lo consideramos una gran influencia, por eso decidimos reunirnos en este espacio con periodistas, historietistas e ilustradores enamorados de su talento, para rendirle este merecido homenaje colectivo.
ENRIQUE ALCATENA (ilustrador, historietista)
Como tantos, fui un admirador del trabajo de Carlos apenas lo descubrí, allá lejos y hace tiempo, a principios de los ’80. Dejemos de lado su técnica deslumbrante, su destreza como dibujante: eran sus mundos, sus personajes, los que se hacían un lugar en tu cabeza para no irse nunca más. No había visto yo nada igual.
Empecé a tratarlo personalmente a principios del 2000, en las reuniones de ADA (la Asociación de Dibujantes de la Argentina); Carlos Garaycochea era su presidente y Nine el vicepresidente. Y el hombre era tan idiosincrásico y único como su obra: franco, irónico y a veces cáustico, temperamental y carismático. Solía amedrentar con su frontalidad: lo “políticamente correcto” no figuraba en su repertorio. Al mismo tiempo, era cálido y generoso. Amaba su profesión.
Creo que, como a muchos, la noticia de su muerte no sólo nos produjo una profunda tristeza, sino desconcierto: ¿cómo podía morirse, él, Carlos Nine, si era como una fuerza de la naturaleza, un juggernaut imparable? Lo voy a extrañar mucho. Es verdad que el arte, su arte, quedará para siempre, pero echaré de menos su presencia, su humor filoso, su voz, sus dichos. Hemos tenido suerte de haber compartido la época en que este artista sin par nos maravilló con su obra y nos brindó su afecto. No lo olvidaré jamás.

ESTEBAN PODETTI (ilustrador, historietista)
Una especie de mazazo en la cabeza es lo que hemos recibido los amantes del dibujo estos últimos días. La muerte del maestro se espera cuando el maestro es decrépito, de otra centuria, cuando uno no lo considera un contemporáneo, cuando uno no vio con sus propios ojos la evolución y gloria del maestro. Pero Nine nos propinó otro mazazo, un mazazo en los ojos y la cabeza cuando irrumpió en El Péndulo y en Humor. ¡Si fue la semana pasada! ¡Era la Dictadura! ¿La Dictadura no fue la semana pasada?
Y cuando el maestro no es maestro por una cuestión de consenso social —como tanto maestro que anda por ahí— sino porque exhibe, concretamente, materialmente —nada más material y contundente que las acuarelas de Nine, técnica por demás ingrata que la mayoría reserva para colorear etéreos y suaves manchones sobre fondos bucólicos y que en Carlos se imponían, se salían de la hoja para rozarte los cachetes— virtudes técnicas y artísticas cercanas a lo sobrenatural, el pasmo es doble. Porque entonces el maestro nos suena poderoso e indestructible.
Nine era también poderoso e indestructible cuando opinaba, cuando discutía y cuando enseñaba. Fui brevemente alumno de Carlos en su taller de acuarela, y aunque enseñarme a pintar a mí es una tarea bastante ardua todavía me quedan algunas revelaciones grabadas en la cabeza. “Metele materia, metele materia”, me decía cuando aún me daba pánico hundir el pincel con vehemencia en las pastillitas de Caran D’ache, cuando todavía sospechaba que Nine en realidad usaba otro material y nos verseaba a todos.
Fui compañero de Nine en la cola del banco —cheques de La Urraca a cobrar—, donde por primera vez entendí que había una grieta generacional entre el virtuoso maestro sobrenatural y yo —más allá de las obvias diferencias— cuando en pleno furor de Akira el hombre se quejó de que la historia parecía ser improvisada sobre la marcha, cualidad que a mí me parecía fantástica. Decidí entonces que yo tenía otra formación cultural —por llamarla de alguna manera—, así que no tendría la obligación de seguir los pasos de Nine, cosa que he logrado con indudable éxito. Por supuesto, no me atreví a discutirle el concepto. ¿Cómo le vas a discutir algo a Nine? ¿Estás loco?
Por fin, fui un poco amigo y compañero de trabajo de Lucas, su hijo, otro monstruo, cuya obra me resulta aún más conmovedora que la del propio Carlos, pero que lleva —y no debe ser fácil— la carga del mismo dominio técnico e imaginativo que su papá.
Tengo que pedir perdón por toda esta mezcolanza que acabo de escribir; perdón por esta especie de atropellamiento en las palabras, pero no tengo opción. Como pasa con muchas muertes, todavía no caemos en la cuenta de lo que significa. Todavía esperaremos que publique un nuevo libro o nos preguntaremos por qué no lo invitan a tal charla. Por ahora la muerte de Carlos como artista sobrenatural, como contemporáneo, como padre de un amigo tiene el peso más obvio: esta confusión de enojo, memoria y tristeza.

JUAN PEZ (ilustrador, historietista)
El topo amable fue una de mis primeras lecturas. Yo estaba en segundo grado, allá por el lejano 1994. Aún recuerdo el olor de ese libro nuevo y las ilustraciones. Eran de Carlos Nine. El maestro Carlos Nine.
El libro ya no se consigue, era de la editorial Aique y no tengo idea dónde habrá ido a parar el que tenía yo (recordemos que era un niño).
Hace unos años compré mi última Fierro y me reencontré con él, con Carlos y sus ilustraciones que, por momentos, parecía que dibujaba juguetes. Admirable.
ANDRÉS ACCORSI (periodista)
Injustamente más reconocido en Francia que en su propio país, Carlos Nine fue un auténtico genio del dibujo, la ilustración, la caricatura y la historieta. Desde la mezcla mágica entre la formación académica y la atorranteada barrial, Nine creó un universo gráfico personal e irrepetible, a veces más plástico y a veces —cuando se volcaba a la producción de historietas— más narrativo. A mí, que me gusta la historieta, el Nine que más me emociona es ése, el que ponía su trazo indomable al servicio del relato, ya fuera en historias propias o en aquellas en las que trabajó con guionistas (Carlos Trillo, Jorge Zentner, Norberto Buscaglia, la dupla Joann Sfar-Lewis Trondheim, el propio Alejandro Dolina). Ese Nine que convertía cada una de sus historietas en una montaña rusa desaforada y vertiginosa, poblada de diálogos tan afilados como surrealistas, en los que convivían la picardía, la nostalgia y las referencias a costumbres, canciones y marcas comerciales de su infancia.
Nine tenía una imaginación desbordante, incandescente, que se manifestaba en su incesante jugueteo con las formas. Le gustaba el humor tanto verbal como físico y sus personajes solían desplegar magníficas pantomimas de gran efecto cómico. También sabía apostar por la aventura, por el erotismo, por la ternura, por el absurdo, por un costumbrismo deformado, recauchutado con elementos trasplantados de los años ’40 y ’50, que coinciden con la niñez de Carlos.
El dibujo de Nine es, fue y será soberbio, poesía desatada y en estado puro. Sus historietas eran una orgía de viñetas hipnóticas y únicas por su fuerza, su sensualidad y su belleza plástica. Una pena —y una injusticia— que tantas de ellas nunca se hayan publicado en nuestro país.

PEDRO MANCINI (ilustrador, historietista)
La primera vez que vi dibujos de Carlos Nine fue en el libro Crónicas del Ángel Gris, de Alejandro Dolina. Yo tendría unos ocho años y se lo habíamos regalado a mi mamá para un cumpleaños. Supongo que lo habrá elegido mi papá, y mi hermana y yo hicimos el número del regalo. La cuestión es que esas ilustraciones en blanco y negro me fascinaron de inmediato. En esos dibujos había algo muy real, pero también una deformidad nueva para mí. Pasaba horas mirándolos, como si los estudiara, e incluso llegué a copiar torpemente algunos.
Después vendría el descubrimiento del resto de su obra. Su versión junto a Trillo de Alicia en el país de las maravillas (era porno para mí en esa época), su trabajo en Humi, las tapas de Humor (de chico me compraba la revista por sus dibujos; las tapas de Nine tenían algo extraño e indescifrable que lo apartaban del resto), Keko o el patito Saubón. Una historieta llamada Carlitos en un especial de Fierro me impactó especialmente, ya de adolescente.
Después me convertiría en dibujante —siempre lo fui, pero un poco más en serio esta vez—, uno muy tímido. Y nunca pude bajarlo del enorme pedestal en donde lo había colocado como para relajarme e ir a saludarlo y, con suerte, intercambiar unas palabras. Así que solía verlo en alguna que otra charla o muestra, rodeado de dibujantes más suertudos que yo. Más suertudos y menos tímidos, porque dudo mucho que algún dibujante no lo haya visto de la misma forma en que yo lo veía: como a una especie de deidad o ser superior.
Una vez, después de una muestra en el Centro Cultural Recoleta, caminé unas cuadras detrás de él y un grupito de dibujantes. Trataba de juntar coraje para acercarme. Por dentro pensaba que tenía que estar ahí, lo merecía por la admiración y el cariño que le tenía. Me sentí un freak total y seguí con toda mi frustración por otro lado.
Hace unas semanas me encontré en la calle a Diego Rey, historietista y editor de la editorial Hotel de las Ideas. Entramos a tomar un café en un bar y me contó que estaba cumpliendo el sueño de ver seguido a Nine en su casa. Me dijo que le habló muy bien de mi trabajo. Diego no lo sabe, pero en ese momento se me aflojó todo el cuerpo de la emoción. Después agregó: “Algún día podés venir”. Algún día podés venir. La puta madre, me quedé con las ganas para siempre.
PABLO FAYÓ (ilustrador, historietista)
Carlos Nine fue y es un incuestionable. Las opciones que uno tiene respecto a su trabajo son ser un admirador entusiasta o no serlo, nada más. Fue y es de esa clase de artista del que se puede gustar más o menos, pero a nadie se le ocurriría decir de él “ah, ése es un pelotudo”. Por poner otro ejemplo de incuestionable (o debería decir “incuestionado con sensación de incuestionabilidad”), menciono a Luca Prodan. Es probable que si Nine hubiera pensado que lo estoy comparando con Luca Prodan hubiera intentado pegarme, pero eso ya no lo vamos a saber.
Y es que el hombre tenía su carácter, y eso también hace a la cosa artística; uno es el artista que es por ser quién es. El último intercambio de palabras —no fueron muchos— que tuve con él lo terminó diciéndome “tenés la particular virtud de sacarme de quicio”. Como despedida puede resultar un poco brusca, pero aprecio que él haya interpretado esa capacidad como una virtud, aunque esa interpretación sin duda haya sido hija de la ofuscación. Y tampoco creo que la así llamada virtud haya sido tan particular, sospecho que debemos haber sido unos cuantos los capaces, una módica legión.
Por si fuera necesario aclararlo, yo pertenezco al grupo de los admiradores entusiastas de su obra. Gracias por todo, Carlos Nine.

DIEGO ARANDOJO (periodista)
Existen dos formas de conocer a un artista: a través de su obra, lo cual no depende de ninguna limitación espacio-temporal, y de forma física, es decir, entablando contacto directo o participando de algún evento en que se muestre en público. Sería hipócrita decir que ambas opciones son de igual intensidad.
La admiración y el fanatismo, hermanados, pueden ocasionar una distorsión al momento de contactar al artista buscado. Se genera una imagen de éste que no siempre se corresponde con la realidad. Toda construcción simbólica, confeccionada con ladrillos de fantasía, tiende a desmoronarse. Y llega la decepción.
En el caso de Carlos Nine tuve la suerte de encontrar justamente lo que buscaba. Una persona honesta. Directa. Contundente en su forma de hablar y criticar. En él no habitaba la duda. Su trazo, suelto y juguetón, no admitía temor alguno. Su cabeza, su mente, un torrente de imaginación, donde la sensualidad y la inocencia parecían convivir en constante armonía.
Fue en 1997. Su teléfono me lo pasó Elenio Pico, editor de la mítica revista El Lápiz Japonés. Yo en aquel momento quería vivir de la historieta y de la ilustración. Apenas tenía publicadas algunas cositas y buscaba alguien que me diera una devolución honesta. Entonces llamé y me atendió Nine, con su voz grave y tono sereno. Aceptó que fuera a su casa de Olivos un sábado por la mañana.
Me abrió la puerta Lucas, su hijo, y me llevó hacia el primer piso, donde Nine tenía su gran estudio. Me recibió afectuosamente, ofreciéndome un café. Durante aproximadamente dos horas charlamos de todo un poco. Vio mis trabajos, me hizo comentarios y críticas, por demás acertadas. Le gustaba lo extraño de mi obra, en la cual combinaba pezones con mandarinas y monaguillos intergalácticos. Mediando el fin del encuentro, abrió una agenda y me copió varios teléfonos de editores conocidos. “Suerte”, me dijo, y nos despedimos en el umbral de su casa.
Tres años después, en el 2000, las vueltas de la vida hicieron que me lo encontrara en la Feria del Libro. Iba junto a su esposa, revisando libros en los stands. Sabía que no le gustaba firmar autógrafos, porque me lo explicó cuando lo visité en Olivos. Además, yo no tenía conmigo ningún libro suyo. Lo único que llevaba era el Libro de Arena, de Jorge Luis Borges. Una edición pocket que compré en la Feria. Me acerqué cautelosamente. Me presenté y aproveché para agradecerle los teléfonos que me proveyó en nuestro previo encuentro. Y a continuación le mostré el Libro de Arena y le pedí un autógrafo. Nine estalló en risas. Me dijo: “Mirá qué libro me venís a pedir que te firme. En la primera página no puedo, sería irrespetuoso. Lo haré en la última”. Y sí. Ahí me estampó su firma.
Al artista se lo lee, mira o se lo conoce en persona. Pero en el caso de Nine haberlo hecho fue realmente un privilegio. Recuerdos que seguirán vivos y dibujando en el papel de nuestra memoria.

FEDERICO AVELLA (ilustrador)
—Disculpe Carlos, quería agradecerle.
—¿Por qué?
—Por todas las horas perdidas mirando sus trabajos.
—¡Las perdiste! Mirá, che, este pibe dice que perdió horas y horas mirando mis trabajos.
Esta fue la única vez que vi en persona a Carlos Nine. Fue el año pasado cuando fuimos con mi mama a la entrega de los premios de la historieta de la Biblioteca Nacional. Me costó mucho tener el coraje suficiente para quedar como un tarado. Cuando me tocó subir, aún sin pensar una mejor ni más digna forma de hacerle entender a este tipo que para mí era muy importante, un gigante, me dio el diploma por el premio, me sonrió y me felicitó.
Desde entonces cuando pienso en esos dos minutos, quiero cambiar lo que dije. Este año, cuando nos dieran el libro impreso y con el nuevo concurso que lleva su nombre, iba a tener la oportunidad de hacerlo mejor.
Esa oportunidad ya no está.
Se fue Carlos. Se fue el mejor.
Las verdaderas horas perdidas son las que se pasan mirando cosas menos interesantes y carentes del sentimiento que Carlos Nine le puso a cada una de sus obras.
ANDRÉS VALENZUELA (periodista)
Carlos Nine no se guardaba nada. Ni opiniones, ni observaciones, ni talento. Ponía todo sobre la mesa, sin importar el interlocutor. Quizás por eso se hizo fama de cabrón, cuando en realidad era solamente frontal. ¿Un dibujo no le gustaba? Lo decía. ¿Fulano que era amigo y colega no sabía dibujar mujeres? Lo decía. Lo invitaban a un festival y a la hora de dar una clase magistral de ilustración, podía agarrar el Batman dibujado por otro invitado y destrozarlo sin atenuantes. Y si hacía pelota a los dibujantes del cómic industrial, tampoco dejaba de sopapear a los artistas plásticos, esos que se creen superiores al común de los mortales. Le salía fácil y tenía mejores argumentos, además.
Tampoco se guardaba talento. Es difícil ser consciente de la propia grandeza —y Nine lo era— y no volverse un tipo insoportable. Nine sabía lo que valía pero no era pedante ni amarrete. Aconsejaba a cualquiera que se acercara a mostrarle sus garabatos y al laburar ponía todo en cada ilustración y en cada viñeta. Se exigía por todo lo que no le iban a exigir sus editores, encantados de publicarlo. No se tiraba a chanta: desafío a cualquiera a encontrar una página en la que se pueda decir “ésta la hizo a media máquina”. Más o menos lograda, puede ser. A media máquina, jamás. En ese sentido, Nine era inspirador, una búsqueda constante por la excelencia.
Lo entrevisté un par de veces. Cubrí algunas de sus charlas. Compartimos mesa en algún festival. No diré que éramos amigos, porque no es así. Pero siempre me trató como un par, aunque los dos sabíamos que soy incapaz de agarrar un lápiz sin sacarme un ojo. Y él, Carlos Nine, era Nine. El oficio me dio la oportunidad de entrevistar varias veces a varios grandes. Uno descubre que algunos de ellos se “agotan” en lo que tienen para decir al segundo encuentro. Para agotar al Nine en Nine, me faltaba mucho. Y ahora el que falta es él.

HORACIO PETRE (ilustrador)
La primera vez que vi un dibujo de Carlos Nine (no recuerdo bien si en Humo® o Superhumo®) se trataba de una ilustración de una nota en la que se veía un cantor con su guitarra. Yo tenía unos quince años. Era el verano del ’83, creo. Mi primera reacción fue cerrar la revista. Así, de sopetón. Pasmado, no podía creer lo que había visto. “Así no vale”, pensé, “no se puede dibujar así”.
Venía desde hacía año y medio comprando esa revista y observando con mucha atención y admiración las tapas de Andrés Cascioli, los dibujos de Fati, Izquierdo Brown, Limura, Lawry, Cilencio. Los analizaba, los imitaba, me resultaban lejanos, pero asequibles, pensaba yo, con tiempo y esfuerzo. Lo que acababa de ver en aquella ilustración de Nine, en un fragmento de segundo, era una explosión en mi cerebro. Junté coraje y volví a abrir la nota, donde se veía ese trabajo impresionante, con un naturalismo y nivel de precisión tan increíbles como deformantes. Ese dibujo se salía de la página, y volvía a su vez a todos los otros ilustradores y dibujantes que conocía como autores sumamente fáciles de emular. Nine, por otro lado, se me aparecía como la conjunción entre el academicismo plástico con la parodia, el humor y la historieta. Una suerte de Zappa visual. A partir de ahí lo seguí con devoción y entusiasmo, y lentamente la primer sensación de angustia frente al autor de la extrema calidad y la expresividad desatada, fue transformándose en ganas de acercarse a esa fuente de enseñanzas, solaz, reflexión, risa y claramente sorpresa continua. El pasado sábado 16 de julio por la noche me enteré de su fallecimiento, aquel mismo mediodía.
Lo había visto en la Feria del Libro de ese año, cuando presentó el inmenso Informe Visual de la Ciudad de Buenos Aires y alrededores. Me acerqué a que firme mi ejemplar e intercambiamos un par de palabras, nunca pensé que sería la última vez que lo vería. Su muerte me duele de veras, la sensación que tengo es como de haber perdido al más querido de los maestros, aquel al que uno siempre quisiera ir a mostrarle el dibujo que salió un poco mejor que otros. Sin ninguna sorpresa, vi como en las redes sociales una cantidad enorme de dibujantes, ilustradores e historietistas expresaban no sólo dolor ante su fallecimiento, sino una profundísima admiración por su obra y su persona. Nine era un autor adorado sin vueltas por la gente del gremio. A la hora de hacer comparaciones entre distintos ilustradores, dibujantes o historietistas, él quedaba afuera, no contaba, porque era en todo el primero y el mejor, así que había que empezar a hacer cualquier ranking de él hacia abajo. En los medios no ocupó el lugar que debiera. La noticia de su deceso no apareció en primera plana, ni en portales ni en los diarios. Clara y lamentable sintonía con lo que venía pasando con su trabajo acá, en donde casi no se le editó ningún libro. La inmensa mayoría salieron en Francia, España o Italia.
Tuve la enorme fortuna de conocerlo personalmente hace unos pocos años. El par de mañanas que pasé en su casa de La Lucila son un regalo de los dioses que atesoro entre mis experiencias más queridas. Conocí así a un tipo de una inteligencia y apasionamiento singular, desbordante de cariño y generosidad, pero también de un carácter indócil y por momentos hasta tormentoso. Un tipo alucinante, que se la pasó enseñándome desde su obra y que, cuando pude estar cara a cara con él, no escatimó consejos, algún elogio, y hasta reprimendas frente a mis trabajos que, como tantos otros, le acerqué con cierto temor y sintiendo una suerte de irreverencia. Irreverencia que no era tal y que él mismo se encargaba de sacar del baile, derribando todo tipo de etiquetas, poniendo en el ruedo únicamente la disciplina, el trabajo, la inventiva, las ganas y el esfuerzo.
Carlos Nine, el autor que se expresó a través del dibujo, la pintura, la fotografía, la escultura, el cine, la escritura. El ser de una intensidad, originalidad y generosidad únicas, ya no está entre nosotros, y la gran mayoría de los dibujantes, ilustradores e historietistas argentinos nos sentimos un poco huérfanos con su partida. Más que nunca queda su legado, de una potencia inclaudicable, para seguir dando cátedra y testimonio, para seguir deleitándonos en ese universo de formas e ideas. Carlos Nine era un trabajador, así le gustaba definirse en lugar de artista, y claramente sigue vivo a través del producto de su hacer: sus trabajos. Carlos Nine ha muerto, ¡que viva el trabajador!
Producción: Marcelo Acevedo