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«el lenguaje siempre es un poco anacrónico y actual»

juan josé becerra

Fotografía: Bernardino Ávila

En el acto de escribir el intento firme se posiciona por tocar algunas fibras de la sensibilidad que puedan producir otra experiencia vital. Juan José Becerra, uno de los representantes de ese gremio de mover estanterías, se sentó a charlar con NAN y puso en la superficie la desmitificación de algunos usos actuales del lenguaje en la literatura. Este autor que trabaja con la materia cruda, sin pasarla por ninguna maquina moralista, pone a andar los pilares de la imaginación y forma historias que no intentan ponerse en el lugar de nadie. Solo cuentan desde esa fatalidad de la inseguridad de saber que capítulo a capítulo la incertidumbre se hace más fuerte. Está latente ese desafío de no depender de ninguna referencia o experiencia en particular y es lo que lo mueve a buscar cosas que se creían ahí y que con el correr de la escritura empiezan a hacerse trizas hasta quedarse en un pensamiento de primer orden.

 

Becerra (Junín, 1965) es autor de seis novelas, entre ellas, Toda la verdadEl espectáculo del tiempo, su último trabajo, que fueron editados por Seix Barral. Además también publicó tres ensayos. Entre ellos, Patriotas se destaca por su forma crítica y con humor de abordar la construcción hegemónica de personajes de la política que, a través de periodistas con mucho peso en los medios más concentrados, fueron referentes y ahora nos gobiernan. Asimismo, es columnista en diversos medios.

 

―¿Cómo repercuten hoy las variaciones del lenguaje para escribir?
―La actualidad del lenguaje está dominada, lamentablemente, por el periodismo y te diría que más que nada por el televisivo, pero ese universo verbal no me interesa porque es anti-literario. Ni siquiera sirve para la actualidad que reporta, solo sirve para crear ciertas mitologías que tienen que ver con la inmediatez y con cierta formación del discurso que la sociedad habla de manera autómata. Entonces, eso es lo primero que descarto. No pienso con qué lenguaje escribo, pero si tuviera que pensarlo ahora podría decir que lo ideal para la literatura es la selección de un lenguaje más o menos clásico, de palabras que sean difíciles de convertir en fósiles dentro de 20, 30 ó 50 años. Por ejemplo, siempre me llamó la atención el extraño coloquialismo de (Julio) Cortázar, que es muy fechado y que si uno lo lee hoy parece una lengua muerta y eso es, creo, porque fue demasiado actual el momento en que emplea ese lenguaje.

 

―¿La oralidad es una autopista a la fosilización?
―Hay como un lenguaje oral que está en el aire de la actualidad que a mí modo de ver envejece rápidamente y cuando pasan los años directamente no se entiende qué se quiso decir. No cumple una función literaria, solo sirve para comunicar y la comunicación es un fenómeno que se da en la actualidad, pero que después ya empieza a producir cierto ruido, ciertas opacidades y con el paso de los años eso provoca que uno se tenga que andar preguntando qué significa tal o cual palabra. Por eso, salvando las distancias que puede haber en la actualidad y lo que ocurría en la literatura de hace siglos, El Quijote tiene muchas marcas de época y la utilización de ciertas palabras que no pertenecen al habla actual, ni siquiera al habla actual española.

 

―¿Te preocupa que tu literatura quede anacrónica?
Es que si uno trabaja con un lenguaje conscientemente actual, lo anacrónico está garantizado. Pero de cualquier manera el lenguaje siempre es un poco anacrónico y actual. Son dos núcleos con los que conviven. Por ejemplo: hay palabras que se pueden utilizar como hiperactuales, sobre todo las palabras que vienen de los barrios bajos que producen mucho lenguaje. Otra zona de mucha producción verbal es la juventud. Ahí hay una serie de palabras, un glosario, que se emplea de una manera hiperactual y de todas esas que se usan algunas cristalizan y luego terminan siendo términos clásicos. Por ejemplo la palabra “gil” es muy difícil que muera. Después hay otras que si tienen un impacto inmediato, tienen una significación colectiva, pero hay que ver si esa palabra después condensa. Entonces también depende mucho de cómo la lengua haga sus propias tareas independientemente del escritor.

 

―¿Por qué pensás que el periodismo ocupa hoy un lugar central a la hora de escribir?
―Creo que la calamidad más grande del periodismo argentino, que es el que conocemos, es el adjetivo. O sea, es muy difícil leer un diario o ver un programa de televisión donde el sujeto periodista no ponga todo lo que tiene de sí mismo a favor del adjetivo. Y el adjetivo debería quedar del lado del lector. Si vos describís una conducta en términos técnicos en una página de un diario, yo como lector voy a decir si ese acto producido por tal persona y descripto de manera técnica es un acto producido por un pelotudo o por un campeón mundial. Pero es una catástrofe que filtra todo el periodismo, incluso al periodismo bueno. No pueden vencer la tentación de adjetivar. Por qué me tienen que decir a mí, cuando me dan una información, qué rotulo moral le corresponde a esa cosa de la que estamos hablando. La televisión, básicamente, habla en esos términos, y eso se filtró. Un periodista gráfico, que se podría decir es el más serio, termina hablando como uno de la televisión y el periodista televisivo es como un cantante: intenta conmover a su público, emocionarlo, tocarle la cuerda melodramática, y eso me parece detestable. Es la escuela de Clarín, que impone en el periodismo un comportamiento que responde casi en términos exclusivos al formato del melodrama.

 

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Fotografía: Bernardino Ávila

―¿Cuál es el género que más te interesa?
―La novela porque asimila todo: poesía, ensayo, guía telefónica, la tira de asado. La novela absorbe casi cualquier cosa. Es decir, puede hacer funcionar cualquier materia verbal. Hay toda una tradición de grandes novelas, donde lo que ocurre es que el autor lo único que hace es darse un gusto o todos los gustos. (Marcel) Proust, (Miguel de) Cervantes o (James) Joyce se dan todos los gustos. A veces muchas cosas pueden ser ilegibles, pero en el sentido de producir una dificultad de lectura que cumpla una función que no sea la de leer una novela sino la de pensar una novela o la de pensar la novelística. Un ejemplo de esto pueden ser las novelas de Damián Tabarovsky en las que se ven muy presentes las ideas de la novela, la discusión sobre la novela. Hay que leerlas como pensamiento sobre la novela mientras están contando algún tipo de historia que por lo general es inferior a la importancia que se le da a la reflexión sobre la novela. Uno podría decir que el cuento también se podría permitir estas cosas, pero por una cuestión de espacio es más difícil que se de esos lujos. La novela es el género absoluto. Lo que uno tenga ganas de introducir en la novela lo va a digerir. Son como las boas que se comen un caballo, metaboliza todo.

 

―Y a la vez da libertades…
―Claro, y justamente esas libertades las podes aplicar a la hora de escribir. Esta cuestión del uso libre, dentro de los límites que uno tenga como escritor, de todos los recursos de la literatura, donde al mismo tiempo uno siente como una ilusión de poder de que cualquier cosa se puede con el lenguaje de una novela y durante el tiempo que uno crea necesario. No hay fronteras desde el punto de vista de la imaginación. Después, obviamente, uno se pone a escribir y hay recursos con los que no cuenta, hay talentos que no tiene y ese mundo, ese universo, se reduce a lo posible. Pero la ilusión de lo imposible está muy presente todo el tiempo y eso es lo mejor que tiene el género.

 

―Con respecto al talento, ¿creés que hay una formación de escritor?
―Para mí si hay una formación del escritor está en la práctica. En el acto de escribir. Veo turbia la imagen del escritor que se forma para escribir y luego va a escribir. Te formas en la escritura.

 

―¿Qué rol tienen los talleres de escritura?
―Los talleres son una salida laboral para los escritores (risas). En algunos casos puede funcionar, pero todo depende del escritor porque su formación se da escribiendo. Es un trabajo práctico que incluye el trabajo mental en el curso de la escritura. Es ese nivel de pensamiento que te da cierta profundidad y que emerge en el acto de escribir. De todas maneras, no asocio el pensamiento literario con la escritura, son dos cosas diferentes: uno puede pensar la literatura, puede tener las mejores ideas, puede formarse, puede prepararse 20 años para escribir una novela y al final puede ser malísima. La relación del escritor con la escritura es lo que determina la única posibilidad práctica con la literatura, lo demás sirve para la teoría o sirve para dar una charla. Cuanto más escribís más experiencia tenés, no digo más recursos. Empezás a percibir ciertos comportamientos del lenguaje, sobre todo en el modo en que uno tiene de administrarlo. Ahí está el aprendizaje que tiene que ver con la práctica.

 

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