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antídoto contra la impunidad

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Nora Cortiñas en la sede de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora.

Habla de “esa pobrecita chica” Araceli —la joven buscada durante casi todo abril y hallada muerta y enterrada en una casa en el Conurbano Bonaerense hace una semana—, de los mapuches que le “partieron el alma” en una procesión de tres días a pie hasta Río Negro “con sus hijitos bebés a cuestas y todo para que un funcionario no les diera pelota”. Habla de Malvinas, de sus cinco hermanas y los almuerzos dominicales con ellas y primas y primos; de sus idas y vueltas desde Castelar —donde vive— a cuanta movilización, protesta y mesa la inviten. De hábeas corpus, de reclamos, de “logros” y “éxitos”. Recién después de mucho hablar, saca su pañuelo y la foto de su hijo Gustavo de la cartera. “Desaparecido” señala el bordado azul sobre ese triángulo de tela blanca con el que Nora Cortiñas hace bandera sus 40 años de Madre de Plaza de Mayo. Recién después de mucho hablar, asegura que el estar en la calle por cuanto reclamo haya es “casi ocupar el lugar” en el que hubiera estado su hijo. “Es seguir la lucha de Gustavo”, compara. Es convertir el dolor propio en motor. Porque el dolor “siempre está, todos los días”, aunque Nora lo reconozca recién después de mucho hablar.

 

La conocen como “Norita”. No alcanza el metro cincuenta de estatura; no empuja la aguja de la balanza más allá de los 50 kilos y tiene una doble edad: hace 88 años que nació y 40 que se convirtió en Madre de Plaza de Mayo. Es imparable. Salvo los domingos con alguna que otra excepción —el pasado, conmemoración del 40 aniversario del nacimiento de Madres de Plaza de Mayo, fue una de las más importantes—, a diario sale de su casa temprano en la mañana y vuelve entrada la noche. Vive sola en Castelar. “Si los que me invitan a una movilización, a una protesta o a una charla me pagan el taxi o me alcanzan hasta casa, buenísimo. Pero hay veces que quienes me invitan son tan pobres como yo —se ríe— y entonces, taxi no, el taxi está caro. Si todavía anda el tren, me tomo el tren y si es más tarde, el 1 o el 136 hasta Morón y de ahí un remís hasta mi casa”, enumera. Hay días en los que la gira termina a las 2 o tres de la mañana.

 

Su pañuelo blanco señala el nombre y la fecha de desaparición de Gustavo, su hijo.

De las que siguen tras 40 años de rondas, Norita es, quizá, la Madre de Plaza de Mayo que más batallas envolvió dentro de su pañuelo blanco. Es increíble encontrarla en la calle acompañando marchas y protestas de trabajadores —su presencia es fija en las movidas de las CTAs—, de pueblos originarios, de actores y actrices, de familiares de víctimas de gatillo fácil y violencia machista, de mujeres. En las marchas de cada 24 de marzo, se la encuentra encabezando la bandera del Encuentro Memoria Verdad y Justicia —el colectivo de colectivos que integran agrupaciones de izquierda—. Es que, sin ser partidaria, encontró más afinidad en los compañeros y compañeras de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos que en los organismos de derechos humanos expresamente kirchneristas. “No creo que los organismos de derechos humanos hagamos bien en en plegarnos a un gobierno. A ninguno. Creo que tenemos que celebrar, agradecer, reconocer, lo bien hecho por los gobiernos que hacen cosas buenas, como lo hicieron Néstor y Cristina, pero mantener distancia para poder señalar las cosas que se hacen mal cuando se hacen”, opina. El domingo pasado, en el homenaje a las 14 primeras madres que la Línea Fundadora de la organización que integra llevaron a cabo en el monumento a Belgrano de la Plaza de Mayo, Norita se aplicó a ella misma y a sus compañeras la misma fórmula: “Si algún día perdemos el rumbo, les pedimos que nos lo digan, si ven que nos equivocamos, llámennos, dígannos”.

 

¿Cuál es el rumbo de las Madres de Plaza de Mayo? Se les pregunta y ellas responden con su historia, con la escrita de pasos y pasos en derredor, primero del monumento a Belgrano y luego de la Pirámide de Mayo de esa plaza que mira a Casa Rosada. De pasos y pasos yendo de un Ministerio a otro, de destacamento militar en destacamento militar, de hospitales a morgues, de comisarías a vicarías e iglesias. Las circunstancias las parieron Madres de Plaza de Mayo. “No teníamos ni la más remota idea” de que la desaparición de sus hijos e hijas y su búsqueda desesperada las convertiría en el organismo de derechos humanos no gubernamental emblema en el mundo. ¿Cómo sería una equivocación en ese rumbo?, se le pregunta. “Abandonar a quienes reclaman por el cumplimiento de sus derechos humanos, traicionar los ideales de nuestros hijos e hijas”, considera.

 

Norita define los 40 años de Madres de Plaza de Mayo con la palabra “aprendizaje”. Primero aprendieron a buscar solas, luego aprendieron a buscar juntas. Aprendieron que la de sus hijos e hijas no era una simple ausencia, sino “el crimen de crímenes, la desaparición forzada de personas”. “No elegimos esto ninguna de nosotras. El dolor nos fue fortaleciendo y el hecho de que buscáramos juntas mitigó en parte ese peso que la desaparición le suma a la vida, que se no se va más”, asegura. Nora aprendió de justicia social, de abusos de poder. Y sigue aprendiendo “de gatillo fácil, de patriarcado, de colonización siglo veintiuno”.

 

Esta joven señora de doble nacimiento, de doble edad, remarca que “nunca” deja de pensar en dónde estará Gustavo. De él, su hijo mayor, no supo más nada desde el 15 de abril de 1977. Sabía que militaba en Montoneros, que repartía su militancia entre una unidad básica en Morón y la villa 31 “del Padre Carlos Mugica”, recuerda. Sabe que se lo llevaron del andén de la estación de trenes de Morón. Y nada más. A diferencia de otras madres y familiares de detenidos desaparecidos, Norita jamás se cruzó con ningún sobreviviente que haya compartido cautiverio con Gustavo. No sabe en qué centro clandestino estuvo, no tiene indicios de cuánto tiempo permaneció encerrado ni cómo lo podrían haber asesinado los genocidas de la última dictadura cívico militar: “Todos los días la paso mal en algún punto, porque todos los días me levanto con la esperanza de que la búsqueda, esta vez, dé resultado. Y lamentablemente en algún punto no me consuelo. Los primeros años me preguntaba si el hecho de que estuviera saliendo a la calle a pedir por él no hacía que lo torturaran más, si por mi culpa lo habrían matado. Ahora me pregunto si habré hecho todo lo posible, o si me queda algo más por hacer. Por eso a mí me ayuda pensar qué estaría haciendo él hoy, entonces salgo a la calle”.

 

La foto de Gustavo integra la cartelera de hijos e hijas desaparecidos en la sede de Madres.

Nunca dejó de ser la madre de su hijo desaparecido, pero hubo un día que abandonó el rol privado e individual y lo trocó por el colectivo y público, un giro que “jamás fue consciente”. La primera salida a la calle de Norita fue cuando se animó a sumarse a las “señoras que estaban buscando a sus hijos en Plaza de Mayo”. El dato se lo pasó su cuñado, que vivía en San Fernando y tenía “una vecina que militaba en el Partido Comunista y que le dijo que unas mujeres se estaban juntando en la Plaza de Mayo para ver si podían conseguir juntas alguna respuesta sobre el paradero de sus hijos”. Norita no sabe el nombre de esa vecina. ¿Sería la Madre de Plaza de Mayo de la que no se conoce su nombre ya que prefirió no darlo por aquellos tiempos?

 

Recuerda que cuando empezaron a “ir juntas a todos lados” empezaron a molestarles a los milicos. Afirma: “Ese fortalecimiento les jodió mucho. Caminábamos juntas, pero también recorríamos despachos y aparecíamos frente a cuanta personalidad venía al país durante la dictadura. Para hacer batifondo, para entregarles testimonios escritos de lo que estaba pasando acá, con la esperanza de que cada cosa funcionara”. El trajín colectivo se fue comiendo el rol privado de Norita; las actividades colectivas en busca de Gustavo le fueron restando tiempo a “los trabajos invisibles de toda ama de casa”, que no abandonaba, no obstante. Se levantaba de madrugada a dejar la comida preparada para que su marido, su hijo menor, Marcelo, su nuera y su nieto —compañera e hijo de Gustavo, quienes vivieron en la casa de los Cortiñas durante un tiempo— “comieran cuando tuvieran hambre. Yo no iba a estar para servirla, pero la comida la dejaba lista”. Su ausencia fue reclamada, alguna vez, por Marcelo. “Es que a veces faltaba a alguna celebración, a algún cumpleaños”, porque “la vida nos cambió a toda la familia por completo. Nunca volvimos a funcionar de la misma manera”.

 

Aquella transformación que fue temblor en aquellos primeros años hoy es modo de vida. Su marido falleció hace 24 años. El hijo de Gustavo vive con su familia en Colón, Entre Ríos. Una vez por mes, Norita se entrega a su rol de abuela y bisabuela y los va a visitar. Otras veces hace lo mismo con Marcelo y sus hijos. Norita también es hermana –la del medio de cinco mujeres– y prima, y algún que otro domingo comparte con esa parte de su familia. Pero el 90 por ciento de sus días los pasa en la calle. “Es una manera de ser como Gustavo, de hacer lo que él hubiera hecho, es casi como ocupar su lugar”, uno de los dos consuelos que le quedan a 40 años de su desaparición.

 

El cartel con la foto de su hijo va con ella a todos lados, al igual que el pañuelo blanco.

“Parece mentira”, se asombra como espiando el pasado. “Pasamos la mitad de nuestra vida en la calle, todos nuestros logros los conseguimos en la calle, nada fue regalado. Todo fue exigido, exponiéndonos a nosotras y a nuestras familia. No fue quietitas o en nuestra casa llorando en un altarcito con una flor, como hubieran querido los milicos, la Iglesia o los políticos”, sostiene. Norita entiende que las décadas de lucha de las Madres de Plaza de Mayo dieron fruto en “algunos logros”, como los juicios de la verdad, la nulidad de las leyes de impunidad obtenidas durante el gobierno de Néstor Kirchner y los juicios de lesa humanidad que comenzaron unos años después, pero no fueron un éxito: “El único éxito que tendría nuestra lucha es volver a abrazar a nuestros hijos e hijas, nunca lo logramos, aunque algunas sigamos esperándolo”. Porque Norita se niega a buscar a su hijo muerto. La última vez que presentó un hábeas corpus, hace poco menos de dos años, tanto el secretario del juez como el abogado que la acompañó la hicieron sufrir. “Me dijeron ¿qué busca, señora? ¿a 40 años encontrar el cuerpo de su hijo? Y me lastimaron. ¿No tengo derecho de encontrar a Gustavo por el simple paso del tiempo?”.

 

El otro consuelo que encuentra en el camino recorrido es el haber convertido el pañuelo blanco en un “antídoto contra la impunidad”. Dice que siente “en el cuerpo” el efecto que el pañuelo blanco que las Madres llevan en su cabeza con el nombre de sus hijos e hijas provoca en la gente que las ve: “A veces vamos a la sentencia de un juicio en el que se define un caso de gatillo fácil, o de lesa humanidad, y cuando nos ponemos el pañuelo sabemos que los jueces se van a cuidar de la sentencia que emitirán. Lo mismo pasa con las manifestaciones y la policía. Es el poder del pañuelo blanco”.

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Nº de Edición: 1729