Por Ariel Luppino, colaboración especial para Agencia NAN.
Buenos Aires, junio 3 (Agencia NAN-2008).- Podría decirse que el relato «El niño proletario» es una reescritura de El matadero de Esteban Echeverría: uno de los textos fundacionales de la literatura argentina, a instancias del Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. A grandes rasgos, el argumento es el siguiente: tres chicos burgueses ven a un hijo de la clase obrera y no pueden contener la avidez de someterlo. Por lo tanto, también puede decirse que es una puesta en escena donde la violencia discursiva desencadena la violencia física, sádica, sexual. El odio de clase engendra una metodología de la vejación y la tortura se vuelve sistemática: es funcional al goce. “¡Estropeado!”, el niño proletario, asume el rol activo de torturado-benefactor del placer pasivo de la burguesía.
Esto se da por la legitimación de las ideas de las clases dominantes, tal como lo entendió Karl Marx. Es de prever que no haya siquiera un atisbo de resistencia. «Yo quiero succión», ordena uno de los niños burgueses, y “¡Estropeado!” obedece. El imperativo categórico es el tono del amo en contraposición al silencio del esclavo. O mejor: la verborragia justificadora frente al balbuceo. Como había denunciado Fanon, el opresor deja sin lenguaje al oprimido, los burgueses reconocen la otredad y solamente pueden asimilarla a través de la subyugación. Si proceden como ante un deber es porque logran reconocerse en la explotación sexual –metáfora de la económica– que ejercen sobre el otro. Los burgueses no pueden existir como clase social sin el proletario. No hay goce –parte pasiva– sin esfuerzo –parte activa–.
Cuando los niños burgueses invierten esta reciprocidad es para acrecentar el goce que empieza a resultar exiguo en la inacción. Sin embargo, persisten las relaciones goce-burgués y esfuerzo-proletario: siempre es éste quien soporta arduamente el padecimiento. Una vez que los burgueses alcanzan a culminar –eyacular– sus objetivos –deseos–, ya que existe un plano de yuxtaposición en el cual lo abstracto alcanza su real envergadura en la materialización de las intenciones, optan por suprimir la mano de obra, aquel cuerpo dispuesto.
Así se llega a la cosificación absoluta del otro que, con la muerte, como gustaba aclarar Heidegger, no completa su existencia sino que deja de ser. Para el burgués, el ser del proletario está dado por la utilidad: hecho el trabajo, no hay razones para conservarlo. Al fin, los niños burgueses acabarán con el niño proletario. La improductividad acarrea la negación sistemática de lo superfluo.
El narrador es juez y parte, describe y acciona. Habla, desde su yo constitutivo, el discurso de la burguesía: sus palabras comprometen a su clase. La voz del que narra se encuentra convalidada por sus camaradas y no permite la censura de otra moral. Así, se logra la impunidad mediante el accionar de grupo. Como una simetría de Fuenteovejuna: “¿Quién mató al Niño Proletario?/ La Burguesía, Señor/ ¿Quién es la Burguesía?/ Todos a una, Señor.” Porque, en efecto, la burguesía se desdibuja haciendo a las clases medias tributarias de sus ritos. Así, la complicidad se encuentra garantizada por el statu quo.