Por Nicolás Lantos
Hay una zona donde Buenos Aires deja percibir su esencia condensada entre los bordes de cada baldosa, donde se boceta su identidad de metrópolis y sus contradicciones acechan. Allí, en la frontera difusa entre Once y Congreso, dos barrios que no existen, el cronista encontró el secreto mejor guardado de la escena porteña. Querido lector, con su permiso, me ofrezco a acompañarlo en una breve recorrida por el lugar. Así la próxima vez puede volver por su cuenta y, quién dice, traer a un nuevo peregrino. La buena música, los tragos y los amigos están garantizados. Le doy mi palabra.
Se llama Centro Cultural Zaguán al Sur, pero lo conocen por sus siglas, ZAS, o simplemente como El Zaguán. Y es el último antro de la urbe, sobreviviente de esa especie que floreció a fines de los ‘90 (ejercicio para nostálgicos: recordar Cemento, Die Schule, Piedras, Remember o Moreno sin lagrimear) y que quedó al borde de la extinción tras la crisis de los primeros años de este siglo y el mazazo al alma que fue el incendio de República Cromañón. Como todo reducto under, pasa desapercibido bajo la luz del sol: uno puede caminar por la tarde esa cuadra sin notar que detrás de una antigua puerta de doble hoja hay un templo. No obstante, cuando la noche gana no hay forma de confundirse: acá, hoy, hay fiesta. Veamos.
Caminando por Pichincha, desde Rivadavia, el Zaguán aparece parapetado detrás de ese monumento a la decadencia que es el Shopping Spinetto. En la vereda, sin falta, hay un grupo de pibes fumando algo; adentro hace siempre mucho calor, como corresponde. Entramos en un palier que funciona de puente entre el mundo exterior (Argentina, 2011) y el que vamos a encontrar adentro. Un pequeño mundo adentro del mundo, en el que, parece, las cosas son distintas. Un mundo en el que ningún alcalde incapaz, insensible y malintencionado (demos nombre: Mauricio Macri) manoseó nuestro derecho al ocio, nuestra cultura y nuestra identidad.
En el Zaguán es todo celebración. Atravesamos una puerta negra para desembocar en un salón repleto de chicas y chicos: algunos bailan, otros conversan sentados en mesas salpicadas, unos cuantos dedican su atención a una banda. Las paredes son de ladrillo y transpiran tanto como los bailarines. En lugar de las clásicas siluetas, las puertas de los baños están señalizadas con los rostros de Cristina Fernández y Néstor Kirchner, efigies nac&pop que quedaron desde una fiesta.
La oferta musical es variada. Aunque predominan las bandas de un circuito que, a falta de un nombre mejor, nos resignamos a llamar “indie”, algunas noches encontramos a viejas leyendas del rock argentino o experimentos que, de nuevo a falta de un nombre mejor, caen en el casillero del jazz. Dejaremos algunos nombres: Fútbol, Señor Tomate, Viva Elástico, El Perrodiablo y Los Reyes del Falsete; Palo Pandolfo, Adrián Paoletti, Pez y Compañero Asma; y el ex Manal Javier Martínez.
A los codazos, abrimos paso hasta la barra, una vieja heladera de almacén que, a precios amigables, despacha vasos de plástico con cerveza o fernet. Un grupo de chicos mira de reojo a tres chicas que bailan (si bien este no es un lugar de levante, cualquier noche es buena para tentar la suerte). En la otra punta del local, la banda termina su último bis y alguien ya se hizo cargo de la música. La selección es ecléctica y salta de Los Ramones a Madonna, de Calle 13 a Los Mirlos, de Beck a Damas Gratis.
Lo más probable es que afuera ya sea de día. Los laburantes que pasan por la puerta no se dan cuenta de que adentro hay un puñado de personas estirando la noche. Querido lector, el Zaguán no tiene horario, así que cuando sienta cansancio me avisa y lo acompaño a la puerta. Yo prefiero quedarme un rato más, apurando un último trago. Espero que la haya pasado bien, vuelva cuando quiera. Me encontrará acodado a la barra, con un vaso en la mano, disfrutando de un buen show, con una sonrisa en la cara, sintiéndome el ombligo de un mundo en el que, parece, las cosas son distintas.
*Fuente: NaN #1 (marzo-abril 2011)