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la guerra contra las mujeres

feminicidio es genocidio

Foto: Fuerza Artística de Choque Comunicativo

El hecho fue cubierto por los medios autogestionados —la Cooperativa La Vaca a la cabeza—. Porque, sí, las minas en bolas “a pesar del frío” en la puerta del Congreso, frente al Palacio de Tribunales y la Plaza de Mayo, llamaron la atención de la tele y los diarios nacionales justamente por eso, porque estaban en bolas. Ningún “gran medio” cubrió a conciencia esa intervención corporal de la calle, coordinada por la Fuerza Artística de Choque Comunicativo (FACC), que fue, cuentan los que la presenciaron, conmovedora. No por la desnudez —o sí, pero no fundamentalmente— sino por lo que esos cuerpos desde la calle denunciaron en la cara de las diputadas y diputados, senadoras y senadores, de los jueces y juezas, de quienes detentan el Poder Ejecutivo del país: «Femicidio es genocidio».

 

Desde lo físico, la apuesta fue audaz, vista con los ojos de una sociedad pacata e hipócrita que condena al cuerpo de la mujer común y venera las tetas y los culos exhibidos en el programa de Marcelo Tinelli. Desde lo conceptual, la iniciativa es inocente y a la vez potente, movilizadora. Tan, pero tan útil. Es que, a pesar de que el vínculo entre el concepto femicidio —aquí en Argentina el término se comió el original feminicidio— está integrado en su definición por ese otro tan fuerte: genocidio. Decir que femicidio es genocidio es, etimológicamente, decir que una silla es un asiento. La relación no está ni por asomo generalizada. En su comprensión, en su circulación, en su tratamiento o su uso, ese vínculo está invisibilizado. Prueben en sus casas: ¿Alguna de ustedes, alguno de ustedes, piensa en “genocidio” cada vez que lee, escucha o se entera de un nuevo «femicidio»? Yo intenté y obtuve «No» en todas las respuestas.

 

A la socióloga e investigadora de Conicet Karina Bidaseca también le costó trabajar el puente entre ambos conceptos. A nivel académico y jurista, incluso. Hace unos años, cuando la batalla aún era por la instalación de la nomenclatura “feminicidios” para denominar los asesinatos de mujeres, jóvenes y niñas, la batalla era contra un muro que no permitía el paso.

 

—Recuerdo que había una discusión muy grande en torno del tema cuando trabajamos la temática con jueces y colegas dedicados al campo de los genocidios. Lo que a mí me resultaba un dato en sí mismo era la negativa a tratar el tema: había quienes directamente planteaban el vínculo de los dos conceptos en términos de “guerra de los sexos”, subéstimándolo; o lo descartaban desde el argumento de que no se tratara de establecer nuevamente nominaciones porque así se ponía en peligro todo lo construido en torno de los crímenes de la última dictadura. La respuesta en aquel momento era: «si tenemos la posibilidad de que esos asesinatos sean transmitidos a través de una figura, el homicidio agravado por la discriminación de género, ¿para qué complejizar?» Pero el movimiento de mujeres ya había empezado una lucha simbólica, la de nominar estos hechos «feminicidios» o «femicidios», a partir del camino que emprende (la antropóloga mexicana) Marcela Lagarde con el estudio de los crímenes de Ciudad Juárez (en México) para sacarlos del lugar de mero asesinato o incluso de crimen pasional.

 

—Una pelea por el sentido…
—Estábamos batallando para desligar esas maneras de nombrar que no permitían llegar al nudo de la cuestión, al verdadero problema. Lagarde, Rita Segato y otras colegas allí en Juárez empezaron a trabajar para comenzar a entender qué sucedía allí, pero además con la intención de pensar en toda la región. Empezó a tomar fuerza el concepto en toda la región, el movimiento de mujeres lo tomó como bandera y objeto de lucha contra aquello que nos mataba. Entonces, en Argentina, las cifras que registraba la Casa del Encuentro no eran tan alarmantes como lo que estamos transitando hoy, que son una estadística que hace sentir que uno tiene que dar respuesta desde los lugares que cada cual ocupa. Pero finalmente el movimiento de mujeres lo logró y el término «femicidio» tomó estado público, aunque esté aplicado equivocadamente en Argentina, por que es «feminicidio», en realidad. La potencia es la misma, consideramos que denuncia lo mismo y cumple el mismo rol, no solo denomina a una teoría analítica sino a una lucha: en el seno de esa lucha nace Ni Una Menos. Luego se introduce en la práctica jurídica.

 

—¿A qué considerás que se debe el desconocimiento del término?
—En realidad, el término preciso es feminicidio, no femicidio, que es un anglicismo que proviene de la traducción literal del concepto femicide. En Latinoamérica, quien se propone aplicar ese concepto es Lagarde, que toma aquel anglicismo y lo plantea como “feminicidio” para definirlo de manera más amplia y convertirlo en un término que en sí mismo hable de la omisión del Estado en estas muertes, de la responsabilidad de los Estados en las muertes de las mujeres por no hacer nada para evitarlas ni protegernos. En su surgimiento, por definición, el feminicidio es el genocidio de las mujeres.

 

Foto: Fuerza Artística de Choque Comunicativo

Lagarde fue la primera de muchas mujeres en considerar que el feminicidio es un genocidio que tiene lugar “cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados violentos contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de niñas y mujeres”, ha explicado más de una vez la antropóloga mexicana que llegó a ser diputada en tierra azteca. Ha planteado en más de una ocasión que los feminicidios son “crímenes de odio”, y que no solo tienen que ver con la muerte, sino con todo un universo de vejaciones que sufren las mujeres en el marco del sistema patriarcal: daños físicos, psicológicos, sexuales. Lagarde fue más allá y apuntó a la existencia de una guerra contra las mujeres cuyo fin está en las manos de los Estados primordialmente. “Nombrar lo que nos sucede permite profundizar en la búsqueda de soluciones”, coincidirá Bidaseca, autodefinida “feminista descolonial” a cargo del programa Sur Sur del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso).

 

El miércoles, en la Ciudad de Buenos Aires, la FACC expandió la definición en letras negras sobre una bandera blanca. Generó un efecto reflexivo, movió estanterías, instaló la pregunta y, desde ahí, propuso un cambio de mirada fundamental sobre los asesinatos de niñas, jóvenes y mujeres. Por que aún falta una vuelta de tuerca para comprender todo el universo de hechos terribles que se mencionan cuando se dice la palabra femi(ni)cidio. Si antes se comprendían como hechos privados y hoy engrosan una lista de delitos con elementos comunes —cometidos por hombres, extremadamente brutales, entre otros—, hoy es necesario dar un paso más y traducir ese patrón común en práctica instalada. Unir los puntos como una línea para que aparezca el dibujo: en Argentina, en Latinoamérica, en todo el mundo, las mujeres somos víctimas de genocidio.

 

—¿De qué sirve insistir en que se comprendan los feminicidios como genocidio?
—Encontramos entre las acepciones del término “genocidio” creado por Raphael Lemkin —generador del término a partir del análisis del aniquilamiento del pueblo armenio y que se aplica por primera vez para analizar los crímenes del nazismo—, una que lo ensambla con los asesinatos de mujeres: la que plantea que un genocidio sucede cuando hay un proceso de borramiento de identidad. Esa es la puerta que nos permite nombrar las muertes de mujeres como genocidio. ¿Por qué nos sigue interesando nombrarlo así? Porque si existe la posibilidad de que tome esa figura jurídica también existe la de que se consideren los asesinatos como delitos de lesa humanidad, su imprescriptibilidad, algo que también puede dar cuenta de una magnitud de la situación en el marco de la invisibilización y espectacularización que sufre actualmente y poder llevar la discusión a otro nivel, a uno en el que incluso impacte en la producción de políticas de memoria.

 

—Costó instalar el término feminicidio para definir a los crímenes de las mujeres motivados por el odio al género. Incluso en el primer fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humano sobre la temática (conocido como “Campo Algodonero”, en el que México fue condenado por el asesinato de tres mujeres) se negó a aplicarlo. Pero finalmente se logró, se permeó en lo jurídico, mérito del movimiento de mujeres. ¿Se puede imaginar que suceda lo mismo para instalar la conciencia de que los feminicidios son genocidio?
—Es un trabajo que va teniendo un cauce muy importante a partir de las grandes movilizaciones que se dieron desde 2015 para acá. Ciudad Juárez fue un emblema en la concientización sobre la violencia contra la mujer, pero el camino siguió por todo el continente y el Ni Una Menos es el gran fenómeno, que no solo repercutirá a nivel continental sino mundial. Desde el momento en que se empieza a denominar las muertes como feminicidios en las calles y en las legislaciones, que acaban tomando esa figura como categoría, y luego se comienza a hablar de una guerra contra las mujeres; todos son pasos que se van dando en los propios términos del movimiento de mujeres, que tiene sus características particulares. Estamos hablando de un movimiento que está siempre significando y resignificándose a sí mismo y a lo que le sucede; apelando a nuevos sentidos, nuevas simbologías, en permanente movimiento y creación. No descarto que logre que los asesinatos de las mujeres sean comprendidos como un genocidio. Vamos camino hacia ese lugar porque, en definitiva, nadie está atendiendo la emergencia. Los Estados no están reaccionando, no están a la altura de las circunstancias. Y a nosotras nos siguen matando.

 

Afiche del grupo Artistas Solidarios

—¿El entender esos delitos como un genocido abre puertas para evaluar desde el Poder Judicial la ausencia del Estado y obligarlo a que tome medidas?
—Es que justamente cuando hablamos de femincidios hablamos de la responsabilidad del Estado en esos crímenes por ausencia, por omisión. Se apela a que es el Estado el responsable de esas muertes. Son los Estados, que adhirieron a todas las convenciones, a la Interamericana y a toda la batería de regulación internacional, que regula la protección de los derechos de las mujeres, pero no los cumplen. Hay un incumplimiento atroz. El gobierno argentino, por ejemplo, inclumple todos y cada uno de esos acuerdos. Se insiste por eso en que el Estado debe dar respuestas para garantizar la vida de todas nosotras. Los ataques a nosotras no son cuestiones relacionadas con una domesticidad, con algo de índole íntimo. Por más de que las estadísticas indiquen que en donde más ocurren es dentro de los hogares o en relaciones de parejas o exparejas, esto no quiere decir que tengamos que seguir repitiendo que son asesinatos domésticos o crímenes pasionales. Aquí estamos llamando a observar la forma en que aparecen estos cuerpos dañados, ultrajados, violados, justamente en el centro de la vida. Empalamientos, ataque al útero, violaciones tumultarias. Las formas que adquieren estos ataques son propias de la tortura. Lo relaciono con un hecho más, algo en lo que estoy trabajando: ¿hasta qué punto esta violencia extrema no es un desborde de lo que ha sido los procesos que se han vivido durante las dictaduras en término de las violaciones, los castigos a las mujeres, las torturas?

 

—Ves una linealidad ahí…
—Sí. La violencia extrema con la que se dan estos hechos y a su vez también cómo la edad de esas mujeres es más precoz a medida que pasa el tiempo. Estamos ante casos de adolescentes y niñas ultrajadas. Es realmente sorprendente: estamos viviendo una crueldad hacia las mujeres, un ensañamiento que cuesta asimilar. Ese ensañamiento es tortura, a mí no me caben dudas. Lo que se suma otras acciones propias de una guerra: violaciones tumultarias, empalamientos…. Somos víctimas de una guerra en nuestra contra, otro motivo más que nos hace pensar que por más de que suceden en los hogares, son hechos que se vinculan con delitos sociales. Hay muchos lugares en el mundo, incluso, en el que las mujeres se empezaron a organizar para defenderse no solo desde lo discursivo. En India han armado autodefensas. Y acá hay que ser claros: las mujeres entendemos que la respuesta a este ataque solo va a provenir del propio movimiento. Estamos nosotras en una situación de desolación, de abandono, mientras el Estado no siga disponiendo de políticas. Nombrar lo que nos pasa nos permite profundizar la búsqueda de soluciones: esto es una guerra con las mujeres.  Esperamos que los Estados se pongan a la altura de los tiempos, porque el movimiento de mujeres tiene potencial para seguir recreando herramientas y la fortaleza para no depender de los Estados, pero le exigimos que se hagan cargo de lo que les compete: protegernos. Habrá cambios en el futuro, al menos esa es mi esperanza.

 

—¿Se puede acusar a los organismos internacionales de la misma inacción que evidencian los Estados en cuanto a medidas para proteger a las mujeres?
Los organismos internacionales defensores de derechos no están a la altura del movimiento social de mujeres, al igual que los Estados. El movimiento está a la vanguardia y ellos han quedado muy atrás. Realmente toda esa batería de legislación sobre derechos humanos de mujeres que han creado, las esferas burocráticas que han creado para tal fin, funcionan en lo discursivo. Pero hay un hiato insalvable entre el discurso y la acción. Tenemos la ley, pero eso no conduce una disminución de estadísticas ni en procesos de concientización para un cambio cultural, que es lo que se requiere con urgencia. No podemos quedarnos con lo discursivo, porque tiene una eficacia simbólica pero no va a detener las muertes. Requerimos de procesos comunitarios que es lo que este fundamentalismo neoliberal reverdecido nos está sacando. Lo comunitario es el único camino que nos va a permitir enfrentar al capitalismo salvaje y su necropolítica que se expresa de este modo: en las mujeres, matándonos. Mientras se intente destruir los espacios comunitarios vamos seguir en la intemperie. Por eso es tan importante que el movimiento de mujeres haya ganado la calle. Porque allí no solo presenta batalla, sino también hace un duelo colectivo, se encuentra. Cuando uno asiste a las movilizaciones de Ni Una Menos, al paro de mujeres, está asistiendo a una catarsis colectiva que nos lleva a una esperanza. Es, además, una reparación. Cuando el alma está dañada, la reparación solo es posible a partir de una política feminista, de un movimiento que venga a sostener a otras mujeres. Eso es lo que ha sido y sigue siendo cada vez que nos encontramos en la calle.

 

—En los términos de una guerra en nuestra contra, ¿existe un recrudecimiento de los ataques? ¿A qué se debe el aumento de los casos y de la violencia? ¿Tiene que ver con que las mujeres empezaron a organizarse para defenderse?
—Creo que en realidad hay algo de otro orden. El contexto mundial es el de un mundo que está muriendo. El colapso de una civilización. Ahí es cuando se presenta la brutalidad, la violencia como se presenta hoy. El ataque de las características que lo estamos viviendo hacia las mujeres habla de una crisis civilizatoria y cultural por la cual ese patriarcado se siente amenazado y reacciona de ese modo. La masculinidad que reacciona de ese modo es la que ha entrado en crisis, porque fuertemente se ve atentada en lo que la forma en la que ha sido educada. Hay movimientos de mucha carga conservadora, religiosos en su mayoría, que sostienen lo que llaman ideología de género: se resisten a que todos los derechos sean conquistados a favor de identidades de género y de diversidad sexual y apelan al límite de todo eso. La posibilidad, por ejemplo, de que las mujeres decidamos sobre nuestro propio cuerpo, de ahí el reclamo por aborto legal, seguro y gratuito; es lo que está exasperando a estos componentes patriarcales exacerbados. Son esos últimos tentáculos del monstruo que tarde o temprano va a caer.

 

—Lemkin define al genocidio como “la aniquilación planificada y sistemática de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, o su destrucción hasta que deja de existir como grupo». ¿Hay un plan para aniquilar a las mujeres?
—Cuando decimos que el feminicidio es genocidio, cuando hablamos de una guerra en nuestra contra, por supuesto que estamos diciendo que sí hay sistematicidad, sí hay aniquilamiento en ese accionar que no es privado e íntimo, que no se debe analizar solamente caso por caso de manera aislada. Hay cuestiones incluso de teorías que discuten que a las mujeres se las mata por ser mujeres. Aquí lo que hay es una situación de crisis grande de la humanidad que ubica a los cuerpos femeninos y a los femenizados, porque no tenemos que dejar afuera de esta guerra a las trans, en el lugar de la no humanidad, de la animalidad. No podríamos explicarnos por qué estamos en este lugar, si no. E incluso lo podemos relacionar con el contexto a nivel productivo, comparando los efectos del capitalismo extractivista neoliberal en la tierra con los efectos que sufrimos las mujeres en nuestros cuerpos. Es el mismo capitalismo que sustrae todas las riquezas del territorio y extrae de la mujer absolutamente todo lo que la define hasta aniquilarla. El arrasamiento de la tierra se puede comparar con el arrasamiento a las mujeres. Nos están aniquilando.

 

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Nº de Edición: 1743