El 31 de octubre, el presidente Mauricio Macri nombró a Luis Etchevehere como nuevo Ministro de Agroindustria. Casado, con cuatro hijos, el presidente de la Sociedad Rural Argentina (SRA) viene de una tradicional familia radical de Entre Ríos, propietaria de El Diario, de Paraná, y de la inmobiliaria Etchevehere Rural SA. Su abuelo, Luis Lorenzo Etchevehere, fue gobernador de la provincia entre 1931 y 1935. Esta nueva figura dentro de lo que prematuramente Macri caracterizó como “el mejor equipo en los últimos cincuenta años” no desentona en el cuadro general: Cambiemos sorprendió con el regreso a los elencos gobernantes de un grupo de apellidos asociados a familias tradicionales de nuestro país, es decir, a grupos de parentesco que han estado vinculados a lo largo de nuestra historia nacional con un entramado social en el que se combina, en distinta medida, riqueza, reconocimiento social y poder político. A partir de diciembre de 2015, la clase alta argentina cobró visibilidad.
Sin embargo, el aparente revival de un grupo social que desde el fin del régimen conservador no accedía a cargos ejecutivos, mucho menos por el voto popular, encubre que los vínculos entre “la política” y la “clase alta” han sido constantes aun cuando sus formas de concreción fueron diversas. Las elites sociales y económicas siempre tuvieron una importante cercanía con la política. Directa o indirectamente, la clase alta se ha relacionado con altos funcionarios y dirigentes partidarios.
En efecto, desde los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX el proyecto “modernizador” fue movilizado por un Estado cuyos principales cargos ejecutivos eran ocupados por miembros de un círculo social restringido cuya legitimidad no provenía de las urnas sino de su lugar destacado entre la aristocracia patricia. Ahora bien, con el nuevo siglo, la irrupción de las legitimidades políticas modificó la relación de las familias tradicionales y el gobierno estatal. La desaparición del partido conservador en la década de 1930 significó la última oportunidad de acceder a cargos electivos en el Estado. Esto contribuyó a consolidar el mito de que “el apogeo de esa clase fue el apogeo de la sociedad” y que debido a que “les fue arrebatado el poder” a partir de entonces el país se dirigiría al derrumbe. Sin embargo, y aún cuando no logró crear un partido político competitivo, la preocupación de estos sectores por orientar los rumbos de la Nación se mantuvo constante a lo largo del siglo XX y se concretó de modos diversos: ocuparon posiciones estatales durante gobiernos democráticos y de facto o incidieron en la elección de sus miembros.
Son escasos los análisis que documentan la actividad política de la clase alta a lo largo de todo el siglo XX pero una mirada que no se reduzca a considerar sólo los cargos electivos permite destacar que determinados espacios han sido reducto privilegiado para estos grupos sociales para ejercer posiciones de poder. Uno de los pocos trabajos sobre el tema describe, justamente, la relación entre la Sociedad Rural y los elencos de gobierno. En Tradición y poder. La Sociedad Rural Argentina (1955-1983), Palomino resalta que entre 1910 y 1943 se contaban entre los socios de dicha entidad en el Poder Ejecutivo: cinco presidentes, cuatro vice presidentes y veintiocho ministros de Estado (Palomino, 1988:71). Si a partir de esa fecha los cargos ejecutivos disminuyen, no podemos desestimar que entre 1956 y 1983 hubo diversos dirigentes de la SRA en cargos de gobierno y sus socios aparecen con elevada frecuencia en los elencos militares, claro indicador de un acceso fluido a las fuentes de poder (1988:77). Incluso en el momento de relaciones más conflictivas con el gobierno de Perón, entre 1946 y 1955, los ministros de agricultura eran socios de la SRA.
Al escaso interés otorgado al estudio del vínculo entre la clase alta vernácula y el poder político se suma que la centralidad dada a los espacios institucionales por sobre otros espacios de poder e influencia subestima la importancia de aquellos ámbitos “informales” o “de segundo orden” que son muchas veces donde “se cocinan” las decisiones de estado. Sobre todo si se recuerda que, en general, estos sectores apelaron a movilizar sus intereses por fuera de las redes políticas que canalizaban el voto y la participación en los comicios. Aun cuando el acceso a posiciones estatales ha sido un instrumento de disputa nunca abandonado por estos actores, el corporativismo o el ideario antipolítico de las elites sociales y económicas fueron predominantes.
Con el avance del siglo XX, la movilización de sus intereses por fuera de las redes políticas, a partir de corporaciones sectoriales o patronales o de ONG y fundaciones, se profundizó. En el caso de estas últimas, como señala Gabriel Vommaro en La larga marcha de Cambiemos, la elección encontraba afinidad en la socialización católica de estos actores, en la que se forjó un ethos asociado al voluntariado y a la entrega de sí en actos de ayuda al otro social (2017:48).
La crisis de la representación política que eclosionó en 2001, primero, y el kirchnerismo, después, empujaron a las clases altas a sumar nuevos espacios de acción pública: sin abandonar las arenas tradicionales del voluntariado social o corporativo, asumieron su necesidad de “meterse en el barro” de la política. La clase alta tradujo un involucramiento social previo en involucramiento político: actores que ya habían realizado durante los años noventa del siglo XX su vocación solidaria comprometiéndose en ONG y fundaciones buscaron ahora espacios de participación política (Vommaro, 2017:48).
Pero al mismo tiempo, estos grupos se lanzaron a recuperar los lugares que creían que habían dejado vacantes sus abuelos. Así, en mi investigación sobre La educación de la clase alta argentina, un entrevistado de sesenta años me contaba que su generación y la de su padre “probablemente, hayan sido quemadas por el peronismo. El peronismo le cortó las alas. No tuvieron acceso al poder. La maquinaria política de los partidos frenó en cierta medida el ingreso de los tradicionales a los partidos. Con el peronismo y con la aparición del yrigoyenismo y el radicalismo también. En cierta medida, la inmigración copó la banca y desplazó a los tradicionales en el manejo de la cosa pública. Mi hijo recuperó el vigor y las ganas para la participación ciudadana a futuro (…) Tiene rabia de ver gente poco idónea y mediocre manejando la cosa pública. Hoy deben entrar en un partido, yo creo. No hay otra (…) yo te diría que lo más prístino y puro es el ingreso a través de los distintos escalones de la cosa pública a través de los partidos. Tenés que ‘comer y mascar el fresno’ como dicen en el campo, no hay otra. (…) No puede legislar esa gente porque no saben (…) hay que desplazarlos, para desplazarlos hay que llegar ahí. Es decir, hay varios objetivos a cumplir, el primero es entrar, empezarás siendo concejal de Santos Lugares y después serás diputado por Santos Lugares en la provincia de Buenos Aires y un día llegarás, pero no hay otra”.
Numerosos miembros de familias tradicionales —como por ejemplo, Esteban Bullrich— se constituyeron en referentes o cuadros pioneros dentro de remozados partidos de derecha a comienzos del siglo XXI, germen de lo que devino luego el PRO, hoy Cambiemos. Es interesante subrayar que este nuevo ingreso a la política se movilizó impugnando formas de reclutamiento y solidaridades vinculadas a la militancia partidaria más clásica. Primariamente, los nuevos elencos de gobierno se construyeron a partir de una red de “gente conocida” es decir, de los vínculos interpersonales y de la confianza del entre soi que se genera en los círculos de sociabilidad de las elites sociales. Así, una de las principales redes de sociabilidad de los ministros, secretarios, subsecretarios del gobierno de Mauricio Macri, además del mundo de la empresa, es el colegio. En efecto, esta elite está emplazada en un entramado de vínculos construidos a partir de lazos de amistad o de parentesco en cuya formación la escuela tiene un lugar central.
La abrumadora presencia de “los amigos del colegio” entre los miembros del nuevo gobierno muestra que, si hasta el momento eran ciertas escuelas públicas las mayormente reconocidas como ámbitos de socialización de futuros líderes políticos, ahora aparecen colegios privados que se han caracterizado a lo largo de su historia, no por pretender una educación de excelencia, sino por ser espacios de socialización para los hijos de las clases altas argentinas. La experiencia formativa dentro de esas escuelas también contribuye a fomentar esa vocación solidaria a partir de “valores” vinculados a la religión católica. Luego, esas energías morales se van a traducir en energías políticas.
Hasta aquí podríamos decir que nos encontramos ante un Gobierno que concentra entre sus elencos a amplios miembros de los grupos más acomodados del país. En otras palabras, un gobierno “con clase”. Sin embargo, otra cuestión debería llamarnos la atención cuando aparecen hombres como Luis Etchevere entre los ministros de Estado. Los motivos que llevan a Macri a nombrar a Etchevere son conocidos y diversos: su militancia en el PRO de Entre Ríos, la necesidad de impulsar exportaciones, las relaciones de fuerza entre los diferentes grupos que conforman la burguesía agraria pampeana, entre otros. Lo que preocupa, de que después de casi un siglo volvamos a tener un presidente de la SRA en el ahora Ministerio de Agroindustria, son los peligros que conlleva la “puerta giratoria”.
Estas formas de ingreso y egreso del sector público desde y hacia el sector privado —metáfora que las sociólogas Ana Castellani y Paula Canelo retoman de la legislación norteamericana para describir el flujo de personas que ocupan altos cargos en el sector público y en el privado en diversos momentos de sus trayectorias laborales— acarrean varios riesgos ya que pueden perjudicar el interés público y beneficiar a sectores privados específicos: por ejemplo, conflictos de intereses y captura de la decisión pública por parte de poderosos sectores económicos o grandes firmas cuando los funcionarios pasan de altas posiciones privadas a públicas; o el traspaso de información privilegiada, contactos y know-how cuando se dejan los cargos públicos para acceder a un puesto en firmas u organizaciones privadas.
Dentro de esta particular forma de articulación entre élite económica y élite política es inquietante, sobre todo, cómo el poder regulatorio del Estado, ante intereses en conflicto, se desvanece frente a poderosos sectores económicos. Si bien no es novedoso que la élite económica busque incidir en la decisión pública en beneficio propio, la contundencia con la que el gobierno de Macri integra representantes de los grupos de poder en una nueva élite política nos obliga a reconocer que el cambio implicó el pasaje de un gobierno que moviliza a amplios sectores dentro de las clases medias-altas y altas a un gobierno de clase y, en definitiva, para una clase.
(*) Victoria Gessaghi es investigadora del CONICET y docente. Autora del libro La educación de la clase alta (Siglo XXI) e integrante del Núcleo de Estudios sobre Elites y Desigualdades Socioeducativas de FLACSO.
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Nº de Edición: 1803