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niños de pan para las almitas que bajaron

día de los muertos

Dos hermanos corretean entre el barro, saltan de baldosa en baldosa y se alejan hasta que escuchan el grito de su madre, que les pide que vuelvan. A lo lejos se escucha la mezcla no coordinada del sonido de un sikus, una trompeta y una guitarra. El viento es tan fuerte que las flores se desparraman por el piso, donde conviven con sus propias imitaciones en plástico y papel, y con coloridos molinos de viento de cotillón.

 

En pequeños grupos, dispuestos en semicírculos frente a las parcelas donde están enterrados sus seres queridos, miles de bolivianos peregrinan por el Cementerio de Flores, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires. Es 2 de noviembre y en Bolivia, como en otros puntos del globo, se celebra el Día de los Muertos. Y aunque en la Argentina no es feriado desde que la última dictadura cívico militar lo borró del calendario, familias completas de la segunda colectividad más grande de extranjeros en nuestro país se acercan a celebrarlo.

 

Dice la creencia religiosa andina que las almas de los muertos bajan de los cerros el primer día de noviembre al mediodía y permanecen en la tierra hasta las 12 del día siguiente. Ese día se las despide y se les rinde homenaje de forma festiva: con comidas típicas, cantos, música característica y rondas de oraciones. Sobre el mosaico de tumbas de Flores, en cuclillas, viudas, deudos, madres, padres, hijos, colaboran con la decoración y acomodan manteles o mantillas tejidas en crochet y sobre ellos la comida.

 

Las “tantawawas” son la ofrenda que más se ve. Es la palabra aymara para “niños de pan”, una masa cocida con forma de nenes o nenas que algunas cholas bolivianas cocinaron o encargaron para este día. Hay de todas las formas y tamaños. También hay escaleras, una masa de pan trenzado que simboliza el ascenso y descenso de las almas del cielo a la tierra. Fotos del ser querido y flores naturales o artificiales en improvisados recipientes de plástico completan la decoración.

 

La tradición boliviana contempla la chicha, una bebida alcohólica derivada de la fermentación del maíz, como otro obsequio para celebrar con el alma del difunto, pero el fuerte operativo de seguridad montado por la Policía de la Ciudad sobre la entrada en la calle Balbastro prohibió estrictamente en esta ocasión el ingreso con bebidas alcohólicas, tras algunos incidentes registrados años anteriores.

 

 

Las reglas dispuestas por las autoridades del Cementerio de Flores y el Ministerio de Justicia del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires fueron claras: se prohibió la venta ambulante, el consumo de alcohol y el ingreso de sillas; sólo se permitió el ingreso con bolsas medianas de comida y se limitó la entrada de grupos musicales entre las 16 y las 17. Aunque el acceso de comida y sillas fue más laxo, con el alcohol no hubo concesiones. Familiares presentes coincidieron en que la alta presencia policial en la zona y dentro del predio desalentó la participación de miembros de la comunidad como en otros años.

 

“Él es Ramón, mi esposo. Toda esta comida no la hice yo, la encargué para poder traerla hoy”, explica una mujer boliviana de unos cuarenta años mientras acomoda las masas sobre un mantel tejido lila y amarillo. Sobre la lápida, se lee debajo del nombre “1968-2015”. A unos metros de ella, completa el cuadro una familia entera que recuerda a Eva Cardozo, una boliviana de avanzada edad enterrada en una de las parcelas cercanas a la avenida Varela.

 

Uno de los curas asignados al cementerio, vestido con una sotana blanca, mochila y zapatillas deportivas, se acomoda sus anteojos con el dedo índice derecho, se persigna e inicia la lectura de una oración de su pequeña Biblia fucsia de tapa blanda. A sus espaldas, cerca de la calle principal, una chola de piel curtida con atuendo, junto a sus hijos y nietos de vestimentas aggiornadas a la porteñidad, se saca fotos delante de la tumba de su marido. Sonríen y muestran orgullo por la decoración floral que le dieron al pequeño altar: es tanto el adorno que apenas se nota la lápida. Detrás de ellos todos pasan, deambulan con la cabeza en alto buscando, fruncen el ceño y miran los nombres de los miles que no están, los nombres de esas “almitas” —así les dicen— que bajaron.

 

Entre los familiares que caminan a paso cansino se ven músicos. Van en pequeños grupos y se ofrecen a tocar canciones de la cultura andina para quienes las pidan. Con la ayuda del viento, el sonido de los sikus, una trompeta y algunas guitarras viaja por todo el predio. Entre ellos está un comparsa de jóvenes llamada Lakitas Kamanchaca. A lo largo del día, las familias de bolivianos se acercan a pedirles que toquen para sus muertos y luego los convidan con comida típica y bebidas en agradecimiento. “Tocamos el estilo de lakitas, que forma parte del gran espectro de la música comunitaria andina. Está muy emparentado con el sikus, el instrumento que tocamos es casi el mismo, pero el nuestro está hecho con tubos de PVC como en el norte de Chile”, cuenta Antonio Doval, uno de los músicos.

 

Consultado sobre cómo llegaron hasta el Cementerio de Flores, explica: “Nuestra intención como grupo es ir más allá de la mera música. Por eso tomamos algunas fechas importantes del calendario andino y decidimos celebrarlas. Estamos hoy en un ambiente de recuerdo y de tristeza, pero también de celebración y reencuentro”. Aunque destacó la gran presencia de miembros de la comunidad boliviana, Doval remarcó que el operativo de seguridad montado por el Gobierno de la Ciudad afectó la convocatoria: “La particularidad de hoy es que estamos frente a una violencia simbólica muy fuerte. Las familias están en un día de celebración rodeadas de policías patrullando y de una unidad de la infantería en la puerta del Cementerio”.

 

Cuando los conquistadores españoles arribaron al que para ellos era el Nuevo Mundo a finales del Siglo XV trajeron las armas y la Biblia. Su largo periplo por el continente americano llegó hasta la Cordillera de los Andes, donde además de las minas de oro y plata y las tierras fértiles se toparon con culturas originarias que una vez al año hacían enormes ritos de veneración de los muertos. Estas prácticas los aterrorizaron. Para atenuar su influencia en la cultura andina, y estimular la conversión de los pueblos al cristianismo, unificaron esta celebración pagana en el Día de Todos los Santos que la Iglesia Católica realiza cada 1 de noviembre. Intentos que resultaron en vano. Más de quinientos años después, a lo largo de América latina la celebración del Día de los Muertos sigue vigente.

 

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Nº de Edición: 1804