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¿para qué sirve la literatura?

michel houellebecq

I. ¿Para qué sirve la literatura? La pregunta, formulada así en seco, parece uno de esos regalos poco adecuados que suele recibir la gente cuando se muda. A veces demasiado grandes, otras veces pequeños pero incapaces de encontrar un buen lugar, muchas veces repetidos. No ignoro que el interrogante por la función de las artes en general, de la literatura en particular a lo largo de la modernidad occidental, y en especial las “respuestas” acuñadas por los pensadores europeos de la segunda mitad del siglo XX son tópicos quizás demasiado trillados. Incluso en este momento, mientras escribo estas palabras, puedo escuchar el balbuceo gallináceo de un coro de académicos profesionales que citan a una ristra de pobres tipos que van desde Lucien Goldmann hasta Blanchot, desde Adorno hasta Rancière, desde Walter Benjamin o Sartre hasta Deleuze, que es quien, creo que muy a su pesar, ha causado el mayor daño a la generación de licenciados, magisters, doctores y librepensadores de diferentes especies que conforman mi generación. Sin embargo… recién nos mudamos y un amigo a quien no vemos desde hace demasiado tiempo viene de visita. Percibimos una mirada algo torva, y casi no habla, pero acepta la cerveza que le convidamos. Dice que estuvo trabajando en Misiones y nos regala un payaso mecánico con un hacha oxidada en la mano. ¿Para qué sirve la literatura?

 

Descartemos por un momento la salida fácil de decir “para nada, la literatura no sirve para nada porque su inutilidad tiene un potencial revulsivo”; lo mismo se podría decir sobre casi cualquier actividad, en especial sobre el ocio. Pasemos de largo también la respuesta de que la literatura “se escribe para el lenguaje, contra el lenguaje, para una comunidad imposible de iluminados”, porque nos parecería una respuesta demasiado liberal: que a los efectos de la literatura los ordene el libre mercado de los capitales culturales. Tratemos, por un momento, de imaginar que “la literatura” es una fábrica de controversias sobre los modos en que se viven los sentimientos y se organiza lo común. Claro que su material es el lenguaje y que el lenguaje va a determinar su calidad. Pero con eso no alcanza. En este punto es que me parece interesante introducir la figura de Michel Houellebecq. Hace unos meses estuve trabajando junto a Heber Ostroviesky, editor de Capital Intelectual, en un libro de ensayos sobre la obra del escritor francés. Elegí escribir sobre el turismo en los libros de Houellebecq. Para ello, releí su obra completa y también revisé una serie de materiales complementarios y críticas que glosaban tanto la recepción de Sumisión, su última novela, como el resto de sus intervenciones públicas.

 

Así fue que llegué a tres conclusiones. La primera es que todos los términos que se utilizaban para descalificar a Houellebecq, en cierta medida, podían ser ciertos. Comercial, machista, antisemita, repetitivo, nihilista… A pesar de todo, eran pocos los que se animaban a decir que era un mal escritor. Nicolás Mavrakis, que participó del libro, me habló sobre un texto publicado por el también escritor Julian Barnes en la prestigiosa revista New Yorker durante 2003. Allí, alguien con “credenciales” ponía en tela de juicio la calidad de la escritura de Michel Houellebecq. Por supuesto que hay muchas más objeciones y de tonos variados, pero la prosa de Barnes y sus argumentos merecen ser tenidos en cuenta.

 

Barnes abre su artículo recordando un premio que, en calidad de jurado, debió otorgarle a Houellebecq por su libro Las partículas elementales. Se trataba de uno de esos premios europeos financiados por mecenas, y el mecenas no estuvo conforme con distinguir a Houellebecq. Entonces, Barnes y sus amigos consiguieron otro mecenas. Pasada esta anécdota con la que se llega a la no muy brillante conclusión de que Houellebecq es un “escritor insolente”, un “mediático antimediático”, Barnes pasa a evaluar Plataforma, la siguiente novela de Houellebecq, publicada en 2001. Sus estocadas, en este caso, son certeras. Barnes destaca que las escenas sexuales narradas por el escritor francés, que son muchas, conjugan pornografía y sentimientos, pero que, siempre, todo se desarrolla bajo el paradigma del sexo comercial sin fisuras (quizás Hegel hubiera dicho “sin fluidificación”). Al escribir las relaciones sexuales, Houellebecq no sólo se vuelve un escritor convencional, del rango de las novelas eróticas de bolsillo, sino que también traslada este paradigma a los momentos en los que le toca describir las relaciones amorosas.

 

¿Una mirada masculina descarnada? ¿Las mujeres buscan amor a través del sexo y los hombres sexo a través del amor? Tal parecería ser la hipótesis. Pero, en todo caso, Barnes la considera muy por debajo de la complejidad y la exigencia crítica que Houellebecq despliega en torno al sistema social. “Un hombre inteligente y un novelista menos inteligente que el hombre.” De hecho, la pereza narrativa en el desarrollo de las relaciones familiares y también la visión sesgada sobre el Islam, en la que sólo se da voz a musulmanes que muestran un feroz desencanto con respecto a su religión, vendrían a confirmar esto. En suma, Barnes señalaba que la insolencia de Houellebecq, sus juicios sobre la humanidad, podían ser seductores pero adolecían de cierta falta de elaboración que producía fallas técnicas en sus novelas. Luego de releer de corrido a Houellebecq, llegué a la conclusión de que Barnes tenía razón. Además de eso, el regodeo houllebecquiano en la imposibilidad de las relaciones humanas podía ser tedioso.

 

II. Segunda conclusión: es triste y sintomático que los escritores argentinos de las generaciones mayores a la mía sean incapaces de desplegar una lectura crítica, polémica y vital sobre la literatura de Michel Houellebecq. Para el libro mencionado, convocamos a unos cuantos para que nutrieran la discusión; los resultados fueron magros. En este punto me veo muy tentado a dar nombres, pero mejor no hacerlo. La principal excusa que recibimos era la falta de tiempo. Y es cierto que el tiempo no era mucho. También, en algunos casos de sorprendente honestidad, hubo quienes adujeron la carencia de una lectura total de su obra. ¿Pero era sólo eso? ¿Los escritores y críticos invitados no tenían tiempo para escribir un texto breve que además sería bien retribuido económicamente? ¿Se trataba de un simple ninguneo al proyecto, propio de seres temerosos de poner en juego un supuesto prestigio en verdad poco significativo? ¿La falta de tiempo era tan determinante o es que a fin de cuentas había algo más? No hay una respuesta certera a estas preguntas. Sin embargo, y más allá de la invitación, la llamativa ausencia de lecturas interesantes del autor francés en nuestro país me habilita a pensar ciertas cuestiones vinculadas a la estructura del campo literario argentino, y en especial a su relación con el campo político.

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Ilustración: Petre

En primer lugar, la obra de Houellebecq toca temas sensibles y no es políticamente correcta; tiene una vocación de conmover que es considerada “grasa” por los remilgados escritores argentinos. En Sumisión se plantea la hipótesis del triunfo electoral de una colisión panmusulmana en Francia. Su resultado es la instauración de un gobierno con un fuerte tinte confesional que interviene en las políticas educativas e intenta instaurar un régimen económico “distributista” centrado en la producción de pequeñas unidades familiares patriarcalmente organizadas con el último objetivo de una Eurasia unificada bajo el signo islámico. Así las cosas, el progresismo ramplón y biempensante que fervorosamente hegemoniza el medio local —un tibio liberalismo de izquierdas por cierto bastante afrancesado, que algunas veces puede poner a los sujetos en posición de defensores del kirchnerismo y otras veces en el rol de detractores— “prefiere no hacerlo” ante una obra sobre la que quizás tendría que lidiar no sólo con la geopolítica, sino también y principalmente con cuestiones como el antisemitismo, la calidad de la política de alianzas en un sistema fuertemente parlamentario como el francés y el liberalismo como ideología dominante tras el fracaso de los proyectos setentistas. Además, por supuesto, de la misoginia que exuda Houellebecq, su idea de que la literatura sea también una historia de la industrialización humana y su parodia de la cultura universitaria presente en Sumisión. Una agenda demasiado incómoda.

 

En Argentina, a diferencia de lo que ocurre en Francia, donde los escritores son figuras que pueden intervenir en la escena pública, el campo literario ha trabajado, dictadura militar mediante, una fatigosa autonomía con respecto al campo político. Un consenso formalista labrado en la década del ochenta en torno a la pregunta por cómo narrar el horror y la tortura fue mutando progresivamente hacia un consenso liberal y de izquierda, aristocratizante y pedagógico, que cerró durante los noventas un sistema en el que, en la imaginación pública, los economistas eran quienes podían pensar el destino de la sociedad mientras a los escritores y críticos se les recomendaba enfocarse en divagar sobre el “devenir microinsurrecto” de la lengua. Así, la fuerte tradición del ensayismo fue vampirizada por una cultura académica regida por el paradigma de las ciencias duras, y la literatura, claro que con ciertas excepciones, confinada a un lugar casi ornamental.  En general los escritores argentinos, hasta hoy, se abstienen de hablar en forma novedosa sobre los cánones de felicidad construidos socialmente, el funcionamiento de las instituciones, los modelos de desarrollo, y en especial sobre aquellos que acumulan poder social. A decir verdad, ni siquiera pueden decir algo medianamente novedoso sobre las políticas culturales, ni siquiera sobre los programas de televisión. Merodean las redes sociales con un voyeurismo mórbido, despectivo y en el fondo inseguro. Salvo algunas excepciones, los escritores hablan sobre literatura, dicen si son K o anti K, denuncian algún atropello a las libertades individuales, se embanderan en causas obvias, intentan viajar a Barcelona, y así siguen las cosas.

 

¿Esto significa que el escritor siempre tiene que tener algo interesante que decir sobre todos los temas? Obviamente que no. Pero al menos pueden decir algo notable, o desafiante, o meditado, sobre algún tema. Una vez. O al menos pueden opinar sobre los escritores que sí lo hacen. Pero eso tampoco sucede. Así que mi segunda conclusión fue que, más allá de los casos individuales, la estructura del campo literario succiona la pasión y la energía política de los escritores argentinos, que deberían aprender bastante de Michel Houellebecq, en lugar de esquivarlo como a una sombra que proyecta sus propias limitaciones y miserias.

 

III. Si el trabajo con Houellebecq había destruido, por un lado, mi fascinación con su escritura y, por otro, me había mostrado el rostro más pacato y carente de ambición del campo literario argentino, hubo una tercera conclusión que fue un poco más estimulante. Creo que más allá de sus falencias y de sus virtudes como catalizador de controversias, el poder de la literatura de Houellebecq radica en su capacidad de proponer y de poner a prueba escenarios utópicos, una tarea que sí podría pensarse como específica de la literatura. No obligatoria pero sí específica. Y, en ese sentido, voy a arriesgar otra hipótesis: en Sumisión, Houellebecq cierra el ciclo de “utopías religiosas” en su narrativa. Por ende, en el futuro deberá volver a las utopías técnicas o volcarse directamente a las distopías como locus para continuar con su proyecto de crítica a la modernidad occidental. Desarrollemos.

HouellebecqSumisión_NAN2016

Ampliación del campo de batalla (1994), su primera novela, era pura negatividad. Michel, el personaje principal, termina internado en un hospital psiquiátrico, y es allí donde al parecer debería dirigirse el occidente moderno, preso de sus propias contradicciones y desajustes: entre deseo y amor, entre política y redención, entre mercado e igualdad. Luego, en Las partículas elementales (1998), quizás su novela más importante, el nihilismo resultante de las conclusiones anteriores se encuentra con la técnica. La clonación y el fin de la reproducción sexuada que facilitan las investigaciones del científico Michel Djerzinski, a través de la síntesis entre la física cuántica y la biología molecular, presentan una utopía de modificación de la naturaleza humana. Un diagnóstico y una solución; el fin de la modernidad tal como la conocemos. La utopía técnica, entonces, permitiría superar la antropología negativa de la cual parte Houellebecq: el hombre es una bestia mala por naturaleza, egoísta, insensible. En este contexto, Plataforma (2001), su tercera novela, es un rodeo. Un respiro en el que además de analizar la experiencia turística lo que se hace es descartar el amor romántico, individual, como utopía. Recordemos que al final de la novela, la novia del protagonista, aquella Valerie idealizada, muere en un atentado islámico perpetrado contra un resort de turismo sexual en Tailandia (el libro se publicó poco antes del 11 de septiembre de 2001).

 

En este plan, La posibilidad de una isla (2005), su cuarta novela, implica la irrupción de utopías de corte religioso en la narrativa de Houellebecq. Descartada la técnica, descartados el amor y el turismo como posibilidades de aventura, es el turno de lo sagrado. Recordemos: una secta llamada “los raelianos” promete la vida eterna a través de la clonación, y esta historia es narrada a través del diario personal del clon de un humorista de nombre Daniel, en un escenario posthumano donde dicha promesa se ha concretado. Al final de la novela, y tras narrar las desgracias de la vida de Daniel en un ligero tono autobiográfico, el clon decide salir a la aventura, a explorar el territorio. En su novela religiosa, Houellebecq se revela, quizás, como un humanista romántico empedernido. Luego El mapa y el territorio (2010) constituye un rodeo similar al de Plataforma. En lugar del turismo, Houellebecq analiza el mundo del arte en busca de su promesa de redención, detectando el cruce entre negocios, denegación del trabajo, impulso tanático e imaginación espacial que constituye al arte contemporáneo. La dimensión religiosa del arte está muy presente en el trabajo de Jed Martin, el artista en que se concentra la novela. Las fantasías de redención técnica se han abandonado. Claro que, si bien el arte puede diseñar utopías espaciales, estas parecen demasiado débiles frente a la descomposición de la carne y la angustia que aqueja al espíritu vaciado de deseo.

 

Es así que llegamos a Sumisión (2015), su última novela, publicada poco antes de los ataques a Charlie Hebdo y al supermercado kosher en París. Aquí se aborda directamente el cruce de lo religioso con lo político. Sumisión es, quizás, su libro más previsible, menos informado, su libro fallido, demasiado pegado a la coyuntura tal como la construyen los medios de comunicación. Pero continúa teniendo el discreto encanto del nihilismo houellebecquiano. Creo que en Sumisión pueden leerse una notable continuidad con respecto al resto de la obra del francés y una trampa. En lugar de cruzar lo religioso con lo científico,  la pregunta orbita aquí en torno a si la religión puede dotar de sentido la existencia. No sólo eso, sino también en torno a si puede construirse un mundo mejor de acuerdo a principios de índole religiosa. El tono antimoderno se mantiene, pero la respuesta a la pregunta es, definitivamente, no.

 

Francois, el protagonista de la novela, fracasa en su deseo de reclusión ascética dentro del convento de su amado Huysmans, escritor francés del siglo XIX con el que Houellebecq se identifica e intenta conformar una biografía sentimental e intelectual en espejo, y por eso el personaje termina abrazando al Islam. Dicha conversión —la sumisión— le permite, por su posición de profesor universitario, conformar una familia patriarcal tradicional, con tres esposas y una buena renta. Este movimiento no sólo toma en solfa las acusaciones y los procesos legales por islamofobia a los que Houellebecq había sido sometido, sino que funciona a modo de confesión de un deseo profundo de acceder a la felicidad a través de la vida familiar. Pero aquí llega la trampa. Porque, desde la lectura del problema de la utopía en su novelística, Houellebecq está mucho más cerca de Augusto Comte, el autor del Curso de filosofía positiva citado incansablemente en sus trabajos, que del propio Huysmans, un autor religioso, católico. ¿Es Sumisión entonces un rodeo, una provocación que lo llevará a trabajar sobre una nueva utopía? ¿La inteligencia artificial, la teletransportación o alguna otra promesa de transformación de la naturaleza humana darán aire a la narrativa de Houellebecq? ¿O deberemos asistir, por el contrario, a la consolidación de una obra con nuevos regodeos en decadencia del occidente europeo, palpable para cualquiera que hojee un diario?

 

Otra vez, preguntas sin respuestas. Nuestro viejo amigo, un poco borracho, dio por terminada su visita. Ahora estamos solos, quizás nos sentimos un poco extraños en el nuevo hogar. ¿Para qué sirve la literatura? El payaso que nos trajo de regalo quedó junto a la mesa. Al acercarnos vemos que su hacha oxidada tiene un poco de filo. La tocamos, y al hacerlo encontramos también que de la espada del payaso cuelga una especie de cargador. Comprendemos que vamos a enchufarlo.