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un domingo cualquiera

superbowl en argentina

Ilustración: Petre

El personaje más puteado de la madrugada del domingo de ese barrio no nació en Foxsborough. Tampoco lo hizo en alguna zona aledaña al estadio que tanto sueña con conocer. Es un flaco que se enorgullece de no cruzar la General Paz y de no tomar ningún prócer (Sarmiento, San Martín o Belgrano) para conocer a una mina. Es de Recoleta. Sus amigos le dicen el Negro. Su tez oscura y su pelo enrulado lo convierten en un pibe que lejos está de ser parte del prototipo de hincha que se ve cada dos semanas en el Gillette Stadium. «¿Cómo te puede gustar ese deporte?», lo interrogan todo el tiempo. «¿Cómo no vas a venir al cumple de Andrés porque juega tu equipo el Monday Night Football? Mirá que yo te quiero mucho, pero…». Pero él prefería quedarse con su equipo del alma: los New England Patriots.

 

¿Cómo un tipo que en su vida pisó tierras yanquis podía sentirse no solo atraído de una forma enfermiza por un equipo que juega a un deporte que en Argentina solo se juega por algunos fanáticos y en el que solo tuvimos un campeón en toda la historia? ¿Cómo ese mismo pibe que descreía de todo, al que muchos tildaban de ver siempre la parte mala de las cosas seguía confiando en un equipo al cual castigaron por espionaje y de desinflar pelotas para ganar? Y ni él tenía respuesta para eso.

 

La semana no fue una más. En cada grupo de WhatsApp dejaba en claro que no lo tuvieran en cuenta para ninguno de los días del fin de semana. «No quiero que me rompan las bolas, necesito estar concentrado porque el domingo es el día más importante del año», se cansó de copypastear para que todos lo tuvieran claro. Nadie lo incluyó en las salidas que tenían planeadas porque ese domingo se jugaba el Superbowl. Ese evento que para muchos es solo el show del entretiempo por el que pasan los mejores artistas del mundo. Para él era su día. Desde que la temporada regular empezó a mediados de septiembre él sabía que solo 17 partidos lo separaban del evento del año en el país de Donald Trump (otro fanático de los Patriots).

 

Y el domingo llegó. Se levantó temprano, prendió el proyector (porque se mudó hace poco y no tiene muchas cosas, ni plata para comprarlas) para empezar a repasar viejos partidos de esos Patriots que son una de las grandes dinastías vigentes en el deporte yanqui por haber ganado 4 anillos de Super Tazón desde el 2001. Para muchos es la mejor racha de la historia del juego más popular de los Estados Unidos. «Pagaría lo que no tengo por estar en Houston», dice sin dudar. Después se puso a ver la serie de O.J. Simpson, «American Crime Historie», para seguir conectado con el fútbol americano. «Necesito meterme en personaje». Y mientras más pasaban las horas más conciencia tomaba de que no había medias tintas: la gloria y un año de plena felicidad, o la tristeza más profunda.

 

Por eso, a eso de las 18, y después de tomarse tres termos de mate, arrancó con una receta que él aseguraba que lo hacía sentir más cerca de los suyos: en su Instragram Histories explicó los pasos para comer los famosos macarroni con queso. Eso hizo que la espera se terminara cuando el reloj marcó las 20.30. El Superbowl LI (51) entre sus Patriots y los Atlanta Falcons había arrancado. Y apagó el celular. «No quiero que nadie me diga nada del partido por si le llega la señal antes que a mí». Pero mucho no le duró porque después de un tensionado primer cuarto lo prendió y empezó a usarlo como su psicólogo web.

 

Y las noticias no fueron buenas. Primer touchdown de los Falcons: 0-7. «No pasa nada. Vamos a levantar. ¡Dale, 12, metete en el partido», se autoalentaba. Pero nada. Peor. 0-14. Y después 0-21. Nadie nunca en la historia del Superbowl había remontado más de 10 puntos de desventaja. No había nada que hacer. La vida se había terminado para él. El show de Lady Gaga en el entretiempo no existió para él. Se fue al baño a pensar qué había hecho mal para que su suerte fuera nefasta. Su equipo no estaba perdiendo, estaba siendo humillado 21 a 3.

 

En el tercer cuarto las cosas no mejoraron, siguieron empeorando. Sus amados Patriots llegaron al último de los cuatro cuartos del partido más importante del año con un lapidario 28-9. Para los que no entienden cómo se anotan los puntos es casi imposible marcar tres touchdowns (entrar con la pelota en su poder a la zona de anotación del rival, igual que el try en el rugby pero sin necesidad de apoyar la pelota en el suelo) en un cuarto. Las estadísticas y las casas de apuestas le daban un 0,04 de posibilidades de ganar a los suyos. Él no se enteró porque ya había apagado el celular otra vez.

 

Pero siempre creyó en el 12. El 12 es su Dios. El 12 es Tom Brady, el que para muchos es el mejor jugador de la historia del fútbol americano. Y ese 12 fue el encargado de sostener su fe. Llegó el primer descuento. El equipo se puso 28-12, gracias a un gol de campo (meter la pelota entre la H). «Hay que terminar decorosamente, que no nos bailen», se resignaba. Y la defensa empezó a maniatar a Matt Ryan, el MVP (jugador más valioso de la temporada) y cerebro de estos Falcons que son una máquina de meter puntos. Y cuando llegó el 20-28 empezaron las quejas de los vecinos…

 

—Flaco, abrí la puerta por favor.
—Si, decime.
—Flaco bajá el tono de los gritos que si no vamos a llamar a la Policía.
—Ok.

 

Esa fue la primera conversación entre un par de vecinos que no se conocían, a pesar de estar a una pared de distancia desde hace unos meses. «Te juro que no me acuerdo haberle dicho otra cosa. Solo quería que defendieran una vez más para que el 12 tuviera la posibilidad de hacer el milagro. Necesitábamos estar en partido», recuerda. Y como siempre que habla de New England se incluye como si fuera uno de los millonarios jugadores del plantel.

 

Los pequeños milagros que necesitaban los Patriots se empezaron a dar uno atrás del otro. Cambió el pesimismo por la algarabía anticipada. Una atrapada imposible le hizo dar el clic… Y el grito más fuerte de la noche. “¡Nooo! No te lo puedo creer. Lo que agarró Julián (Edelman). Vamos a salir campeones».

 

(golpean la puerta)

 

El vecino no era el del 1ºB, sino el del 2ºC, que desde arriba también lo sufría. Ya no le quedaban “vidas” a la hora de evitar terminar esa noche explicándole a dos policías que lo que lo hacía gritar era su amor por un club al que nunca vio y que practica un deporte que acá en su país solo se juega de forma amateur. «Ok», respondió. «No te aviso más», le devolvieron.

 

El reloj marcaba que quedaban segundos para que el SuperBowl fuera histórico. Se iba por primera vez al alargue. Los gritos despegaron de la cama al del 1ºB, que envalentonado por su novia iba dispuesto a terminar su partido.

 

—Flaco, ¿podés dejar de gritar? Por el amor de Dios te lo pido.
—¿Por el amor de Dios me dijiste? Vení a verlo a Dios que en un par de minutos ya termina con este parto.

 

Fue el preludio de la leyenda hecha realidad. El 12. Su 12. El mejor jugador, para muchos, de todos los tiempos, agarró el balón en la yarda 5 del campo de Atlanta y atrajo a toda la defensa para que James White le diera el SuperBowl a los Patriots. Por primera vez no gritó. Terminó la noche al lado de un vecino que no entendía nada… «¿Dios? Dios es Tom Brady».

 

fuira@lanan.com.ar
 
Nº de Edición: 1704