
Por Mariano Verrina
Todo esto arranca con el Vasco Arruabarrena desencajado. Es el vestuario visitante de la cancha de Lanús. Aquella imagen ya quedó tapada por el gas pimienta, las bengalas, las corridas, las desprolijidades, las decisiones tardías, la cobardía. Pero todo arranca allá atrás. La cadena está sucia desde el primer eslabón. Boca la acaba de ganar a Lanús, un partido bravo de esos que ameritan sonrisas grandes, pero el Vasco levanta el dedo índice y lo mueve con cara de malo. Se esfuerza. Habla fuerte, le sale mal. Insiste en que los clásicos por la Copa tienen que jugarse “el 6 y el 13”. Dice que Boca se va a presentar esos días porque así estaba estipulado por la Conmebol. Desliza también que algún ente local, sudamericano, mundial o interplanetario prefiere que sea River el que siga en la Libertadores. Instala un complot. Se queja de los popes de Torneos & Competencias y de los manejos de “la televisión”.
Es el primer eslabón de una cadena engrasada por todos lados. Con mezquindades futboleras, con intereses políticos y actores que juegan para el gobierno nacional frente a otros que operan para el gobierno porteño, con internas entre barras bravas (cada vez que escuche o lea estas palabras, reemplácelas por “delincuentes”), con presidentes torpes, con futbolistas hipócritas, con hinchas enajenados, con periodistas cómplices por acción u omisión, con policías ineptos y dirigentes incapaces.
Todo dentro de la misma olla. Tres Superclásicos juntos. El morbo perfecto. El recorte fiel de todas las miserias compactadas en un par de semanas a puro vértigo. Una vez solucionado el tema de las fechas, el eje se centró en la elección de los árbitros. Cada cual rosqueó para su lado, cada uno tenía una vieja factura para sacar a la luz. O la misma, reversible. Porque con los árbitros sucede algo extraño: supongamos que X perjudicó a Boca hace dos años, entonces, ¿cuál de los dos equipos quiere que no vuelva a dirigir: Boca porque lo perjudicó o River porque con ese antecedente va a estar condicionado y no querrá repetirlo? Siga, siga… Por las dudas, lloramos todos. Mientras, se enchastra la integridad de los árbitros que ya son malos de por sí para andar pensando que además son deshonestos.
Los entrenadores jugaron a las escondidas. Plantaron formaciones falsas en la semana y los periodistas repetimos hasta creernos nuestras propias mentiras. A Sebastián Driussi le diagnosticaron paperas y hasta se especuló con que había contagiado a varios compañeros por compartir el mate. El jugador de River solo tenía un poco hinchada la cara.
En todo este circo, el clásico del torneo local fue un mero ensayo para lo que realmente importaba: uno iba a quedar eliminado. En el partido y medio que pudo “jugarse” por la Copa, River, con menos en plantel, fue más que Boca. Y esta oración será la única que se escriba de fútbol propiamente dicho. El encuentro de ida en el Monumental dejó la patada criminal de Ramiro Funes Mori, el roscazo de Sánchez a Gago, el mal arbitraje de Germán Delfino y el suspenso ideal para la revancha…
Y ahí sí. La olla lista y el gas en su punto más alto. Gas pimienta. Condimentado con chicanas, con amenazas, con una bandera colgada en el alambrado que avisaba que de La Boca no se iba a ir nadie, con el famoso drone sobrevolando la cabeza de los jugadores de River heridos. Con los jugadores de Boca plantados como para reanudar un partido que ya estaba roto, con los plateístas acortando sus horas de descanso con tal de esperar el momento en el que los de River enfilaran para el vestuario para tirarles algo o al menos putearlos. Con lo que todos ya vieron en cadena nacional, ya masticaron, procesaron y analizaron a su gusto.
Veinticuatro horas pasaron entre la muerte de Emanuel Ortega —un pibe de 21 años que jugaba en San Martín de Burzaco, en la Primera C, y producto de una acción de juego chocó su cabeza contra una pared en pleno partido— y el momento en el que los jugadores de River se fueron de la Bombonera. Algunos iban en el micro rumbo a la concentración; otros cuatro, en combi hacia el Hospital del Quemado. Le tocó a Boca, le tocó al pibe Ortega. Pudo haber sido en cualquier partido del ascenso, pudo haber sido River el involucrado cuando en la revancha de la Promoción para evitar el descenso entraron barras (delincuentes) al vestuario del árbitro Sergio Pezzotta para amenazarlo. Nada sorprende. Todo pasa. Hay una sola cosa que llama la atención en todo este mamarracho que es el fútbol argentino: ¿cómo no ocurrió antes?