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La República de los Niños

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Representan una parte importante de la población africana. Muchos morirán en el océano, huyendo en una balsa para alcanzar el supuesto paraíso. Otros encontrarán maneras alternativas de crecer. El rumbo que elijan dependerá, en gran medida, de la forma en que hayan vivido su infancia. Fotografía: Vanessa Escuer

Por Vanessa Escuer y Facundo García

La capital de Ruanda parece una maqueta, al menos en las pocas cuadras que rodean al centro. Si uno pudiera remontarse más allá de los edificios de Kigali, más allá del calor y del verde de los bosques; si pudiera ir por encima de los pájaros y la niebla, vería un paisito amaneciendo casi a oscuras, excepto por los brillos de esta ciudad. Fuera de las luces de neón, empiezan a aparecer mausoleos dedicados a las ochocientas mil personas asesinadas a machetazos durante el genocidio de 1994. Y al rato llegan las aldeas. El asfalto se vuelve polvo y tierra. Algún grupo de niños juega en el laberinto de montañas que quedó rociado de tristeza.

Justo ahí está el caserío de los batwa, uno de los últimos pueblos “pigmeos”. Son unas cincuenta casas. Los niños corren a abrazar al visitante, aunque no lo hayan visto nunca. Son tan pequeños y curiosos que uno termina caminando con dos enanos aferrados a cada brazo y uno más en cada pierna, envuelto por las risas que desparraman estas almitas con voz de pájaro. No molestan: para ellos la alegría es un bien a compartir.

En otros lugares nadie juega. Las personas simplemente se esfuerzan por no morir. Los batwa no. No es que no tengan problemas (durante las guerras tribales entre hutus y tutsis, ellos quedaron en medio y eso les ha costado caro), pero lo cierto es que desde tiempos inmemoriales los pigmeos de aquí han sido cantores y bromistas, como buenos petisos. Una rueda de bicicleta o un palo atado a un círculo de madera se convierten, dentro de la mente de estos chicos, en camiones cargados de frutas, verduras o ganado. Talismanes mágicos. Los niños revolotean por los costados del caminante casi sin tocar la tierra, mientras empujan en grupo su cubierta de bici medio podrida carretera abajo.

Los niños africanos no suelen tener juguetes comprados. Se los fabrican ellos mismos. Algún suertudo tiene un revólver de colores de fabricación china. Y en el caso de las muñecas, son casi todas de plástico rosado, rubias y de ojos celestes. Después vienen los líos: según un estudio que difundió la BBC en 2013, una de cada tres mujeres en África usa productos para blanquearse la piel. La publicidad pro blancos empieza temprano, lo mismo que la idea de usar armas.

Mientras ingresamos a la aldea, recuerdo por contraste una escena que vivimos hace días. Estábamos un poco más al norte. El ómnibus se había detenido frente a una choza en medio de la ruta que une Kampala con Adjumani, en Uganda. Supongo que el conductor tenía que hacer algún arreglo. La cuestión es que empezaron a aparecer niños desnudos que observaban fascinados nuestros rostros blancos y narigudos. Empezamos a jugar: nosotros poníamos cara de gallina, de vieja garca, de perro. Ellos ponían cara de león, de caballo, de elefante. Casi se caían al suelo de la alegría. Al escuchar las carcajadas, vi a la madre de los nenes salir de la choza con un palo y empezar a pegarles. Así, por nada. Sin asco. Aquella mujer no permitía risas. Había olvidado cómo se jugaba.

Otra vez, en la estación de colectivos de Isiolo, en Kenia, dejamos las mochilas en el suelo, agarramos un papel metálico de esos que se usan para envolver los chocolatines y nos pusimos a fabricar grullas de origami. El piberío, que nos venía calando de lejos, se acercó a ver. Se armó un revuelo alucinante de grullas plateadas volando en manos de los niños. Hasta que llegó una señora, llamó a los nenes y les ordenó algo. Ellos dejaron de jugar y empezaron a pedirnos plata. No teníamos más que ese papel de chocolate —¡los presupuestos de la prensa libre! —, pero la vieja lo consideró “una chuchería”, aplastó las grullas y regañó a los chicos hasta quedarse sola y repetir frente a mi cara una sola palabra: “¡MONEY!”.

Aquí entre los pigmeos, en cambio, la fiebre del dólar todavía no ha llegado. Cuando Karl, un amigo yanqui que trabaja con los batwa, los encuestó para saber qué fortalezas y debilidades reconocían tener, algunos confesaron que pasaban hambre. Otros le contaron que el agua de la lluvia entraba a sus casas. “Nuestros bebés pasan el día llorando porque tienen frío”, revelaron otros. No obstante, a la hora de mencionar las cosas buenas hubo unanimidad, rescataron: “Somos gente feliz”.

—“Gente feliz”. En ese momento supe que saldrán adelante—rememora Karl, emocionado. Los niños batwa brincan alrededor.

GUERRAS SILENCIADAS

Acaba de salir el sol y Nyobal sigue arrastrando los pies. Cada vez le cuesta más, lleva días sin comer y sin dormir, y apenas le queda algo de aliento para seguir avanzando, atenta a cualquier posible ataque.

El color rojizo de los caminos de tierra se confunde con los rastros de sangre de muchos que escapan caminando descalzos en busca de un lugar a salvo, mezclándose con los restos de aquellos que no pudieron sobrevivir durante la huida. Nyobal tiene trece años y va acompañada de su hermana pequeña de cuatro. La lleva a cuestas, dormida sobre sus débiles músculos. Permanece callada, sostenida con un trapo atado a la altura del pecho de la que ahora la cuida como a una hija. Sus miradas reúnen todas las expresiones del dolor. Sus ojos están cansados, exhaustos. Atónitos de ver tanto horror. Su madre se perdió durante la emboscada a su aldea, cercana a la ciudad de Bor, capital del estado de Jonglei, en Sudán del Sur. De su padre no saben nada desde mucho antes, ni siquiera recuerdan desde cuándo.

Nyobal calcula que lleva cuatro días fugándose de la guerra que empezó en diciembre de 2013 con los primeros choques tribales entre sus dos grandes etnias, los dinka y los nuer, y que acabó con la vida de decenas de miles de personas desde entonces. “Las bombas lo destruyeron todo. Nos fuimos sin nada. Sólo con la ropa que llevábamos puesta”, cuenta recién llegada a Elegu, pueblo fronterizo de Uganda.

Grupos de gente han ido llegando diariamente con algún colchón, bolsas cargadas de utensilios que han podido rescatar y sus cuerpos molidos por el cansancio. Tras su largo camino y después de cruzar de Sudán del Sur hasta Uganda, se fueron instalando en los campamentos repartidos en el distrito de Adjumani, al norte de este país vecino. Entre los exiliados abundan las mujeres y los niños; sin embargo, en el ambiente domina el sigilo y el miedo de los más pequeños. Los correteos son silenciosos y sus sonrisas tímidas. La guerra los obligó a crecer de una manera feroz, sin tiempo para descubrirse ellos mismos, para investigar sus sueños, para decidir y aprender.

Nyobal y su hermana viven ahora en el campo de refugiados de Nyumanzi, a unos ocho kilómetros de la frontera. Poco a poco van reconstruyendo lo que más se asemeja a un hogar.

El gobierno ugandés adjudica 300 metros cuadrados de tierra por familia, donde pueden construir sus casas y cultivar. Con una capacidad para 20 mil personas, pero sobrepoblado, el campo dispone de una escuela donde acuden más de 300 niños. Las aulas consisten en cuatro grandes paredes de chapa y un techo de paja. Alrededor, el pasto más verde nunca visto. Adentro, un amasijo de alumnos dispuestos a aprender a toda costa. Entre clase y clase cantan y bailan, entonando canciones religiosas e himnos. Sus voces resuenan, sus sonrisas iluminan, sus corazones palpitan, y por un momento pareciera que alguien escucha sus plegarias. “Oh, Dios, te alabamos y glorificamos por tu gracia sobre Sudán del Sur, tierra de gran abundancia. Mantennos unidos en paz y armonía”, se escucha a través de las ventanas del colegio. “Oh, Dios, bendice Sudán del Sur”, corean las chicas vestidas con uniformes de camisa rosada y falda azul. “Cantamos canciones que nos recuerdan nuestra tierra y por qué debemos cuidar de nuestro país. Cuando las canto me acuerdo de mi casa y tengo ganas de volver”, nos dice una muchacha buscando un pedazo de cielo con la mirada.

Muchos desean regresar, aunque el retorno sea a un lugar devastado, inexistente. La población de Sudán del Sur lleva dos guerras a sus espaldas. Los enfrentamientos surgieron a raíz de tensiones etno-territoriales. Y las diferencias étnicas y religiosas aumentan cuando hay petróleo de por medio y las ambiciones de los dirigentes impiden poner punto final a la ofensiva. Las milicias nuer de Riek Machar luchan contra el dominio dinka de Salva Kiir, mientras en el Estado más joven de África miles de personas han muerto y más de un millón y medio se han desplazado de sus hogares por la contienda.

Las rivalidades tribales suelen ser motivo de choques en el continente africano. Cruzar ciertas fronteras se convierte en una rifa en lo que se refiere a seguridad. Países de gran afluencia turística como Mozambique o Kenia son víctimas de guerrillas pasajeras donde mueren centenares de personas. Siempre lejos del ojo internacional, los africanos deben lidiar con un día a día que tal vez no llegue al mañana. Autobuses escoltados por un convoy militar cruzan los tramos más boscosos de Mozambique con sus ventanas agujereadas por los disparos de las balas que matan a más de ocho personas por día. Niños, mujeres y hombres avanzan en la oscuridad por el camino que lleva de Etiopía a Kenia en el poblado de Moyale, donde periódicamente hay altercados entre las comunidades étnicas de los borana, los gabra y los burji. Como consecuencia: casas quemadas y víctimas mortales que no aparecen en los periódicos.

En situaciones de crisis, se acrecienta la vulnerabilidad de los débiles. Es común encontrar grupos de niños en las esquinas de países como Etiopía o Kenia: chicos con botellas de pegamento enganchadas a sus orificios nasales, bailando al son de una música imaginaria y con ojos quebradizos. Viven deambulando en las calles, expuestos a cualquier oferta que pueda cambiar su rumbo. Presas fáciles para reclutar en los ejércitos de los combatientes sin escrúpulos o cebos para aquellos que desahogan el dolor lastimando a los indefensos.

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Fotografía: Vanessa Escuer

En los últimos meses, varios países africanos, entre ellos Sudán del Sur, Costa de Marfil, Camerún y Nigeria, se han visto envueltos en secuestros de grupos de niños. El problema más grave está en Nigeria, donde han asesinado a centenares. A un año del secuestro de Chibok, en el que desaparecieron más de 200 niñas, Naciones Unidas cifra en más de 300 mil los niños-soldados que hay en el mundo. Y en determinados países africanos, cuando reina la inestabilidad, el secuestro de los más chicos se ha convertido en una herramienta de negociación y de poder.

Mientras, millones de niños y niñas juegan con sus tablets a adivinar las capitales de los países.

AULAS DE CARTÓN

“Cuando sea grande quiero ser periodista”, afirma Saire. “Voy a crear mi propia estación de radio. Aquí, en Ositeti, para que todos los masai puedan escucharla”, añade. Tiene dieciséis años y vive en una remota aldea al sur de Kenia, en la región tribal de los masai. Le encanta su hogar, en medio de la sabana africana, rodeado de animales salvajes y árboles de espinas. “Cada día bebo un vaso de sangre, ¡para ser fuerte como un guerrero!”, grita con el pecho rojo y brillante debido al goteo de su cuenco. Acto seguido agarra su bastón, llama a sus cinco perros y empieza a dirigir el ganado en su mañana de pastoreo.

Camina con paso firme pero rítmico; mientras cuenta leyendas de su pueblo y descifra detalladamente las pistas de cada animal que encuentra en el trayecto.

“Esta huella es de elefante. No tengas miedo, está lejos; de lo contrario, escucharíamos sus pasos retumbando desde esa montaña”, dice mientras señala un monte a lo lejos. “Pero atención a los árboles, podría esconderse un leopardo. Es el más rápido y peligroso, porque ataca directamente a la cabeza”, susurra, como si la bestia pudiera escucharle.

Saire anda sin zapatos, entre los pinchos. Es robusto y corre con una ligereza inimitable. Al llegar a casa, come su plato favorito, el ugali (harina de maíz). Termina, pregunta si alguien quiere más y ante la negativa repite devorando otro plato igual. “Me encanta el ugali. Solamente quiero comer esto. Es delicioso”, exclama cayendo en un inmediato sueño.

Le gusta ir a la escuela. Para llegar debe caminar unos siete kilómetros, pero le recompensa ver a sus compañeros y aprender inglés. Lo habla casi perfecto y en su casa tiene un libro en ese idioma con el que practica la lectura, siempre acompañando las palabras con su dedo inquieto. A media frase, su hermano Joseph lo interrumpe subiendo el volumen de una radio chirriante: “Nuevo atentado con coche bomba en Nairobi”, anuncia el conductor del informativo. Un silencio seguido de angustia invade la habitación. No les sorprende, aunque les preocupa, pues la organización extremista somalí Al Shabaab lleva más de cuatro años aterrorizando a los kenianos. Desde 2011 los ataques han sido reiterados. El pasado 2 de abril, de hecho, ocurrió el atentado más letal: 148 muertos durante la toma de rehenes en una residencia universitaria en la ciudad de Garissa. Con este último ataque, el temor ha llegado a las aulas, cada vez más vacías ante las constantes amenazas de los yihadistas vinculados a Al Qaeda.

En un continente como África —dónde los niveles de acceso a la educación son alarmantes— cualquier inconveniente añadido duplica las dificultades. Según Unicef, la cantidad de niños y niñas que no asisten a la escuela asciende a 93 millones en el mundo. La mayor parte son niñas, de las cuales casi el 80 por ciento vive en África subsahariana y Asia meridional. Más de uno de cada cinco africanos de entre quince y veinticuatro años no tiene empleo; sólo una tercera parte terminó la escuela primaria y, a pesar de ciertos avances, la proporción de africanos con educación superior todavía es baja.

No les faltan ganas de estudiar. Lo primero que los niños piden en las calles son lápices para escribir. Ése es el regalo que más desean. Les da igual aprender a cielo abierto o entre paredes de cartón que muchas veces improvisan aulas. Con una curiosidad insaciable, atienden y preguntan, levantando el dedo para pedir turno como en esas épocas que para nosotros ya quedaron atrás. Respetan, escuchan y saben que la educación puede salvarlos.

EL VALOR DEL AGUA

Ryszard Kapuściński contaba que una vez, entre arenas africanas, un vendedor ambulante le dijo: “El desierto te enseñará una cosa: que hay algo que se puede desear y amar más que a una mujer. El agua”.

Pienso en aquella anécdota mientras cruzamos el desierto de Afar, en Etiopía. De acuerdo con los meteorólogos, éste es el rincón más caliente de la Tierra. La camioneta avanza entre monos y remolinos, hasta que un grupo de cabras obstruye la marcha. No van solas. Tres pastorcitos cuidan al rebaño. Andan casi desnudos. No han pasado la pubertad y, sin embargo, todos cargan ametralladoras Kaláshnikov. Cuando el conductor toca bocina los chicos pegan un salto. No están acostumbrados a las camionetas: se dan vuelta con sus armas y los ojos muy abiertos. Miran. Dentro del vehículo ven a un par de blanquitos que sonríen nerviosos. Ellos, en cambio, sostienen la seriedad dos o tres segundos antes de devolver la risa y cedernos paso.

Se abre entonces el Reino del Sol. Es mediodía en el Cuerno de África. Hace tres millones de años, este arenal era un bosque templado con zonas de sabana, donde aleteaban mariposas prehistóricas y los ancestros del ser humano bajaban de los árboles para ensayar su caminata erguida (aquí se encontró Lucy, la famosa australopithecus que muchos consideran nuestra Madre Primordial). Pero hoy el panorama es otro. Casi no hay vegetación y en verano la temperatura pasa los cincuenta grados. Sólo la tribu afgar aguanta esas condiciones, trashumando junto a su ganado y sus familias.

Son gente bella. Altos y flacos, llevan el pelo ensortijado como si se pusieran ruleros cada mañana. Los niños tienen unas pupilas enormes donde el desierto se refleja con facilidad. Y es un reflejo casi abstracto. El calor extremo, como el frío, hace que los paisajes se geometricen. Por eso la vida de los afariños es circular. Los nenes no conocen, por ejemplo, la palabra “esquina”. No hay esquinas en este universo. Con el sol en el centro, el mundo funciona en cámara lenta y por rutinas. Entre arbustos, camellos y médanos, a veces se divisa una acacia con hombres reunidos a la sombra. Si la luz es más suave, las mujeres salen a buscar agua a los pozos; y es tan escaso el líquido que la gente de acá se ducha con humo: arma una pira y se pone enfrente para que las emanaciones de fuego quiten el olor a transpiración.

En días tórridos, la necesidad de líquido se vuelve obsesionante y, si bien Afar es un caso extremo, no es el único punto donde eso sucede. El 66 por ciento del territorio africano es árido o semiárido, y más de cien afros mueren cada hora por enfermedades relacionadas con un saneamiento insuficiente, higiene pobre o agua contaminada. La mayoría son niños. Los que sobreviven, se aferran luego a los pozos de agua y están dispuestos a defenderlos a balazos.

En la estación de colectivos de Asayta —una de las localidades importantes de la zona— los pibes juegan a la pelota. A los toques, eso sí. Ponerse a correr sería suicida. Después de algunos remates fallidos les cuento que soy argentino (no creen: “Un argentino no puede ser tan malo jugando al fútbol”) y les comento que tengo novia, pero no hijos. Me hacen bullying. Para ellos, yo ya debería ser abuelo y en cambio tengo más canas en la cara que bebés en mi casa. ¡Qué vergüenza!

Algunos de estos muchachos y muchachas trabajan vendiendo baratijas. Otros se dedican al pastoreo. En realidad, no tienen opciones porque aquí la falta de irrigación impide la agricultura. De comercio ni hablar. Solamente algunas familias relacionadas con el cacique tienen acceso a terrenos fértiles. El resto subsiste consumiendo papas raquíticas o comiendo pan con leche de cabra. Estar acá permite a uno pensar que no es extraño que tantos africanos caminen miles de kilómetros para ver si pueden cruzar el mar hacia otra parte. Hacia cualquier otra parte.

A cuarenta minutos de Asayta está la capital de la región, Semera. Es una ciudad achicharrada que resultó elegida por las discípulas de Teresa de Calcuta para levantar un hospital. Una monja nos da la bienvenida. Cuando le preguntamos cómo viene la mano, ella suspira:
—¿Ves esa chica de ahí? Pesa cuarenta kilos y está embarazada de ocho meses. Cuando llegó no se podía tener en pie— comenta. Dice que al llegar le dieron un huevo duro: “Ella no sabía lo que era. No lo había comido nunca, así que no lo quería”.

Más tarde volvemos a Asayta. La frescura nocturna es la única piedad que se permiten los desiertos y dan ganas de salir a caminar por estas calles que parecen profetizar lo que podría ser del mundo si no empezamos a cuidarlo. A la vera de la ruta, los primeros cibercafés y algún que otro barcito de focos pintados cortan la negrura. Son las diez. Los niños huérfanos y los adolescentes locos, herencias de la guerra, buscan hueco donde acomodarse. En el bar no queda nada para hacer salvo subirse al techo para escuchar el ruido de los hipopótamos que copulan a orillas del único río que pasa cerca. La clientela se va yendo y saluda con una cortesía que sería la envidia del mejor embajador. Y es notable: los afar siempre se despiden con una sonrisa áspera. Es el único tipo de sonrisa que germina en estos caminos.

Fuente: NAN #19 (2015). Conseguila en nuestra Tienda Virtual.