Por Daniela Rovina
“Aquel que recibe una idea mía, recibe instrucción sin mermar la mía, del mismo modo que quien disfruta de mi vela encendida recibe luz sin que yo reciba menos.”
Thomas Jefferson
Situación: querés compartir en tu blog una foto que no sacaste, que encontraste googleando. ¿Chequeaste que no estuviera protegida por derechos de autor? Al echar mano de imágenes disponibles en buscadores u otros sitios, no siempre contemplamos esa variable. Para muchos, Internet es un hipermercado de contenidos a consumir antes de llegar a la caja. Es que sí, hay una caja, pero somos tantos entre las góndolas que no es capaz de cobrarnos a todos. Todavía no es capaz. Lo temible es que, con algunas modificaciones normativas y una aplicación feroz, puede llegar a serlo. Y hacia allí se dirigen los esfuerzos de la industria cultural.
Durante 2015, los derechos de propiedad intelectual (DPI) vinculados a las obras fotográficas se convirtieron en materia de análisis en foros nacionales e internacionales. Como siempre, el punto más alto de las discusiones fue la posibilidad de extender los plazos de explotación monopólica antes que buscar estrategias legales para encontrar un equilibrio entre el incentivo para los creadores y el derecho al acceso a la cultura de los usuarios.
El primer campanazo sonó a mitad de año en el Viejo Continente, cuando el Parlamento europeo rechazó una enmienda presentada por el diputado francés Jean-Marie Cavada que pretendía restringir la libertad de panorama en los países de la Unión Europea. Esta disposición —vigente en las leyes de propiedad intelectual de algunos países— permite hacer fotografías o crear imágenes de edificios y obras de arte ubicadas en lugares públicos de forma permanente, sin violar los derechos de autor de sus creadores (o derechohabientes) ni pedirles autorización para su uso comercial. La pretendida restricción alarmó a fotógrafos y a proyectos como Wikipedia que, ante la imposibilidad de solventar el costo de las licencias, se verían obligados a sacar las imágenes de circulación. Sería como si los herederos de Eduardo Catalano quisieran cobrarte un canon por una foto que le tomaste a su palermitana Floralis Genérica y que publicaste, con rédito económico, en un diario.
El capítulo argentino se empezó a escribir en noviembre pasado, cuando la Cámara de Diputados dio media sanción a un proyecto (registrado bajo el N° 2157-D-15) que busca reformar la ley 11.723, de propiedad intelectual. La iniciativa fue presentada por los legisladores del Frente para la Victoria Liliana Mazure, Gloria Bidegain y Héctor Recalde, entre otros, y pretende extender el plazo de protección de las obras fotográficas de veinte a cincuenta años luego de la primera publicación (artículo 34). La versión original del texto proponía equiparar ese plazo a lo establecido por el artículo 5, que estipula un período de protección de setenta años a partir de la muerte del autor para creaciones como las musicales y literarias. Un número poco amigable para la tarea de, por ejemplo, enciclopedias, archivos y bibliotecas digitales (o no) de acceso libre y gratuito.
La herida más profunda que podrían sufrir proyectos de este tipo vendría con la modificación del artículo 34 bis. El texto del 2157-D-15 propone que las fotografías que ya están en dominio público por haber cumplido dos décadas de publicadas se reprivaticen bajo el nuevo plazo de protección. Los otros dos objetivos que busca reformar —quizá menos controvertidos para los detractores de la reforma— abarcan la supresión de formalidades para facilitar la acción penal ante casos de defraudación (reproducción no autorizada) y la supresión de la suspensión del derecho de autor de los fotógrafos ante la falta de registro de sus obras, prevista por el artículo 63.
De los cambios que alienta el proyecto, ninguno dividió tanto las aguas como la ampliación del período de protección del derecho patrimonial de los autores: por un lado, fotógrafos, titulares derivados, asociaciones de fotoreporteros y de gestión colectiva de derechos, como la Sociedad de Artistas Visuales Argentinos; por el otro, asociaciones civiles, proyectos culturales y educativos, y bibliotecas, entre otros. A simple vista, la distinción puede resultar maniquea, pero ilustra cómo funcionan los cambios legislativos. En un artículo a propósito de la reforma publicado por la biblioteca jurídica elDial.com, el docente y abogado Maximiliano Marzetti explica que las modificaciones a las leyes nunca son neutrales porque incentivan o desincentivan ciertas conductas. “Las normas que extienden privilegios son del tipo suma cero, porque lo que gana un sector, otro lo pierde. No se agranda la torta, sólo se la redistribuye”, dice.
—
¿Qué se espera de un régimen de propiedad intelectual? ¿Qué protege? ¿Para qué sirve? La legislación al respecto, explica Marzetti, es compleja porque su punto de partida es una falla en el mercado: “La expresión de una idea no es más que información. Para los economistas, la información es un bien público porque adolece de dos características ausentes en otro tipo de bienes, como una casa o un auto: su consumo no es rival (si yo leo la obra de un autor y usted también la lee, la obra no sufre menoscabo alguno) y la exclusión es imposible o de costo prohibitivo (no se pueden poner ‘alambres’ para evitar que la gente acceda a la información)”.
En un mundo que baila al compás de la racionalidad, la eficiencia y las utilidades, una legislación de propiedad intelectual justa es la que consigue encontrar el equilibrio entre el incentivo a los creadores y el derecho al acceso de los usuarios. Como la zanahoria delante del carro, los DPI fomentan la producción de obras nuevas bajo la promesa de que, por un período de tiempo, nadie podrá usarlas con fines comerciales (salvo autorización de su autor). De no existir el incentivo jurídico, algunas personas no invertirían tiempo y dinero en escribir un libro o componer una canción, por el riesgo de que otro pudiera apropiarse de su producción. Sin embargo, esos monopolios de explotación tienen fecha de vencimiento. ¿Por qué? “Más allá de un plazo razonable para compensar el esfuerzo creativo, el derecho de autor se vuelve un costo social sin beneficios que lo justifiquen”, argumenta Marzetti. Una vez recuperada la inversión, la obra entra en dominio público “para una mayor difusión a precios de mercado”.
En la práctica, estas regulaciones tienden más a defender los monopolios de explotación individual que el bienestar colectivo, sin considerar que los plazos excesivos de protección no necesariamente redundan en más beneficios económicos para los creadores. El acceso a canciones, libros, películas y fotos no sólo tiene fines educativos, sino también creativos: nadie produce/inventa aislado, sino más bien inspirado en su entorno inmediato. “Todo autor es un autor anterior del que uno posterior querrá tomar ideas, como a la vez es un autor posterior en sí mismo”, escriben William Landes y Richard Posner en An economic analysis of copyright law. Las ideas de otros funcionan como canteras para nuevas creaciones. Si esas creaciones estuvieran protegidas en exceso, cada vez que alguien quisiera reutilizarlas debería negociar la licencia con el titular de los derechos y pagar las regalías. Una ecuación poco atractiva para los productores de obras derivadas.
—
Semanas antes del tratamiento de la reforma en el Cámara baja, distintas organizaciones y proyectos, como Creative Commons Argentina y Wikimedia, expusieron su preocupación por la posible “privatización del patrimonio fotográfico de la Argentina”. Secuencias de imágenes en blanco y negro con la frase “estas fotos van a desaparecer de Internet” acompañaron misivas, reflexiones, videos y artículos de rechazo a la iniciativa de Mazure (otrora directora del Incaa) y compañía. Una de las organizaciones que más se comprometió con el debate fue Fundación Vía Libre. Desde allí, intelectuales y especialistas en propiedad intelectual repudiaron la ausencia de un análisis de política pública que evaluase daños colaterales —como la lesión a derechos civiles y el acceso a la cultura— y de hasta qué punto la extensión del privilegio mejoraría la posición desventajosa de los fotógrafos en un contexto en el que Internet y el avance tecnológico trastocan derechos laborales y parámetros de producción, distribución y consumo. “El aumento en los costos de transacción para obtener autorizaciones de los titulares de derechos, el plazo ideal de monopolio, la importancia del dominio público en la generación de nuevas obras, entre otros factores, nunca fueron tenidos en cuenta. Tampoco se tuvo en cuenta si efectivamente es la solución para los autores fotográficos la extensión en el plazo de los monopolios, o si no es quizás necesario pensar en nuevos mecanismos regulatorios que tiendan a mejorar la protección de sus derechos”, señalan en un artículo en el sitio de la fundación.
Para los autores del proyecto y los fotógrafos que lo apoyan, la reforma representa la corrección de una “grosera trampa” que los mantuvo en desventaja con otros creadores desde 1933, cuando se sancionó la 11.723. Créase o no, dice el proyecto: “Por vía del plazo, ingresan prematuramente en el dominio público obras que conviven con la actividad creativa y profesional de sus autores, y que de este modo se pierden para su acervo, reconocimiento y goce. Este ingreso en la esfera pública no redunda en un beneficio general de la comunidad, sino en un despojamiento pecuniario y moral del patrimonio de sus autores. En efecto, la segura utilización de esas imágenes redundará en beneficio de la actividad empresarial de los medios periodísticos, que habrán de usufructuar sin cargo alguno un material que conserva intacta su vigencia y efectividad”.
He aquí uno de los tantos errores en lo que incurre la iniciativa de reforma. Primero, da por cierto que los únicos que podrían perjudicarse con la privatización de las obras son los emporios periodísticos, desconociendo la existencia de pequeños medios y productoras de contenidos, que apenas logran solventarse. Luego, habla de “pérdida de reconocimiento” para los fotógrafos cuyas obras entran en dominio público, como si la ausencia de la protección habilitara la reproducción de las fotografías sin mención de su autor. Algo que no debería ocurrir jamás, esté o no la obra protegida: el crédito debe otorgarse siempre por conducta ética. En dominio público la obra no renuncia a su creador sino a su “rentador”.
La reforma tampoco aclara cómo actuar con las “obras huérfanas” (fotografías de las que se desconoce el titular de los derechos o su paradero). ¿Cuántas iniciativas quedarían a medio camino por temor a violar el derecho de autor de esas piezas? Tampoco propone un catálogo de excepciones y limitaciones para bibliotecas y archivos, recurso del que carecen sólo 33 países (entre ellos, la Argentina) de 186, según un estudio de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual. Una lista que excluya del pago de regalías y de la negociación de licencias a proyectos educativos y culturales libres y gratuitos, como el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Digital Trapalanda; e incluso a proyectos colaborativos sin fines de lucro, como Wikimedia Commons, el repositorio de fotografías de Wikipedia, con más de 28 millones de archivos libres. Valga una apreciación: Trapalanda —un acervo digital de la Biblioteca Nacional con más de seis mil obras digitalizadas, muchas de ellas fotografías— es una iniciativa impulsada por la misma fuerza política que la reforma pero conceptualmente contrapuesta a ella.
No es cuestionable que un fotógrafo, un escritor o un músico viva (o pretenda vivir) de las regalías generadas por las obras que produce. ¿Pero cuántos años son suficientes para compensar su esfuerzo creativo y económico? ¿Hasta qué punto es justa, eficaz y equilibrada la protección de una obra hasta setenta años después de la muerte de su creador? Ese excesivo plazo de protección parece más bien un mecanismo que salvaguarda la renta de los herederos, en desmedro del derecho colectivo a la información y la cultura. En el caso de la fotografía, ¿no son suficientes veinte años de protección luego de la publicación de la obra? Las modificaciones que introduciría la aprobación del 2157-D-15 ni siquiera lograrían corregir las pésimas condiciones laborales que padecen los trabajadores de prensa, entre los que se cuentan los fotógrafos. La flexibilización laboral que atraviesan los laburantes de este gremio no se soluciona con más años de protección para sus fotos. La renta no es salario y nada les garantiza a los fotógrafos que más años de explotación monopólica se traducirán en ganancias.
En el marco de las iniciativas que producen contenidos de interés público, para las empresas tradicionales la reforma no será tan traumática como suponen. ¿Cuánto podría sacudirse la economía de Clarín si tuviera que elegir entre las regalías por una imagen o una colaboración fotográfica freelance? El horizonte sí se pondrá gris para proyectos periodísticos, audiovisuales, bibliotecas y archivos sostenidos a pulmón. Garantizarle a un pequeño grupo más años de renta no es lo mismo que protegerlos de injusticias laborales. Quizá ésa sea una de las razones detrás de la excesiva duración de los DPI: la idea de que más años de protección compensarán las injusticias contractuales que los autores padecen de parte de las empresas que compran, publican y distribuyen sus obras.
Fuente: NAN #21 (2016). Conseguila en nuestra Tienda Virtual.