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Hablando de la libertad

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La poeta Liliana Cabrera cronica retazos de sus días en un mundo en el que el control sobre el orden y el tiempo “es de otros”; en donde —a pesar de que es “tan difícil” para las autoridades “imaginar a una interna teniendo su propio emprendimiento”— fundó la primera editorial cartonera en un penal de mujeres. Fotografía: Tomás Ballefin Benites

Por Liliana Cabrera

El jueves 6 de septiembre me levanté, como todos los jueves, a las siete y media de la mañana, un poco antes del recuento. Preparé mis cosas para la salida de estudio al Taller de Periodismo en el Centro Cultural de la Cooperación. Desde julio del año pasado que tengo salidas transitorias. A partir de entonces, pude solicitar asistir a dos talleres de periodismo: los miércoles voy a la Asociación Civil Yo No Fui y los jueves mi profesora es María Daniela Yaccar, periodista de Página/12. Mi horario de salida es a las diez y media de la mañana. Junto a las horas del taller también viene la autorización de las horas plus: tiempo que insume el trayecto de viaje. Suelen ser cuatro horas de Ezeiza a Capital; dos de ida y dos de vuelta.

Uno llega a la etapa de las salidas transitorias después de haber pasado por muchas penurias: la mitad de la condena, habiendo alcanzado una calificación en conducta y concepto ejemplar según la ley 24.660. Se deben cumplir los objetivos de estudiar y trabajar, tener una buena convivencia con los pares. El artículo 105 de esa ley, denominado “Recompensas”, habilita al interno merecedor a obtener un beneficio. Según la situación, se le puede otorgar un día de visita, una llamada telefónica o, siendo autorizado por el juez, una salida transitoria extra. En mi caso, solicité permiso para poder ingresar una computadora de mi propiedad con el fin de poder utilizarla en la tarea que yo realizo. Pude fundar mi propia editorial dentro de este penal de mujeres. Sí. Desde hace varios años puedo decir que he encontrado mi vocación: escribo poesía. Me edito y publico yo misma. Por eso el resultante de todo esto fue solicitar autorización para ingresar una PC y una impresora que me permitieran tipear, editar, colocar imágenes e imprimir los textos de mi autoría, así como también de aquellos autores amigos de mi proyecto que me permitieran publicarlos.

Por lo general, siempre me pareció que la institución debía apoyar a las personas que tienen inquietudes y ayudarlas, dentro de las posibilidades, a concretar emprendimientos que permitan poder continuarse en libertad. Una futura fuente de empleo es todo un presente de inspiración. Pero lo que dice la ley, o lo que debería ser el lema del Servicio Penitenciario, solamente es una apariencia. Cuando empezás a indagar, todo se desmorona como una pared mal pintada.

Como dije antes, los jueves salgo diez y media de la mañana rumbo al centro. Ese día me encontraba hablando por teléfono con mi padre cuando abrieron la puerta de golpe y una jefa gritó: “¡Señoras, requisa!”. Somos cinco personas viviendo en esta casa de pre-egreso. Son cuatro casas ocupadas, y oscila su cantidad de alojadas según se van yendo en libertad. Ese día, cada una debía estar parada en la puerta de su habitación para luego pasar al baño en donde se encontraba una celadora con la médica de guardia para constatar que no tuviéramos lesiones. Nos realizan la requisa personal y posteriormente debemos dirigirnos al SUM, Salón de Usos Múltiples del área de pre-egreso, que como lo dice su nombre es utilizado para varios destinos. Allí se realizan las clases de gimnasia, se recibe a las visitas, se lo utiliza para las actividades de educación, entre otras tantas. En este caso servía de sala de espera mientras, aparentemente, revisaban si no teníamos elementos o sustancias de ingreso prohibido. Todo dentro del aparente decoro y civilidad.

Últimamente, tengo que decir, el maquillaje de respeto por los derechos humanos se venía corriendo del rostro visible del Servicio Penitenciario Federal. Mi experiencia de todos los días a partir de los hechos ocurridos lo confirman. Pasé esos 45 minutos sin saber si mi salida sería respetada. Cuando se acercó el horario, fui a reclamar. Me hicieron demorar un rato, pero me fueron a buscar, mientras veíamos pasar la incesante caravana de celadoras con guantes de látex.

Durante todo este tiempo en la unidad he pasado por diferentes etapas en mi relación con el Servicio Penitenciario. Cuando una llega, primero te invade el estupor. Después, con el tiempo, observás que para obtener buenas calificaciones, como en el colegio, y salir, tenés que esforzarte. Pasé cinco años trabajando en la biblioteca de la unidad en la que en todo momento tuve que defender la autonomía que ellos mismos me otorgaron. Personal de otras áreas ajenas a Educación cuestionaban que una interna se ocupara del orden de los libros, el orden que ellos mismos parecen tener comprado. En este lugar, el orden debe ser de ellos al igual que el tiempo. Y te lo hacen saber, porque vos sacás una audiencia (la audiencia es un pedazo de papel en el que solicitás con el mayor respeto que la persona y el cargo merecen que por favor te atiendan), y por más urgencia que tengas, te pueden atender a última hora o nunca si no reclamás.

Y sí, el tiempo fue pasando. Era necesario, por el cambio de fase y también por mi persona, trabajar en otro lado. Quedarse estancado aquí no es bueno. Por eso empecé a ser parte del grupo de Jardinería. Aprendí a cortar el pasto con la bordeadora, también a pintar paredes y techos en muchos espacios en la unidad. Fue un trabajo que disfruté mucho, es un trabajo duro. En un principio me dio muchas satisfacciones, porque al demostrar mi voluntad pude acceder a otros beneficios, como sumar puntaje para obtener el artículo 105. Pero como toda actividad en la que te exprimen hasta que no queda más jugo, también llegó el hartazgo. Entonces pedí la computadora. Recuerdo que la subdirectora de entonces, al plantearle la situación, los fundamentos de mi pedido —yo le había contado que escribía y sobre todo para qué quería la dichosa computadora—me miró y me dijo: “Te voy a llamar a la reunión de la Junta porque los otros jefes no entienden qué querés”. Tan difícil era para ellos imaginar a una interna teniendo su propio emprendimiento que cuando asistí todos me miraron como a un bicho raro. Tampoco emitieron sonido cuando volví a explicar los motivos por los que solicitaba el beneficio: el permiso para ingresar todo tipo de herramientas y artefactos inherentes a la edición de los libros. En ese grupo entró la computadora y la impresora.

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Fotografía: Tomás Ballefin Benites

Tuve que solicitar ayuda, a su vez, al jefe de Trabajo porque luego resultó que alguien se tenía que hacer cargo, alguien que no estuviera preso como yo, de los aparatos. Educación no se hacía cargo, cuando podría haber estado englobado mi proyecto allí. Seguridad interna tampoco, porque yo aún estaba en los pabellones y no me dejaban tenerlos en mi celda. Por eso tuve suerte de encontrar una buena voluntad en medio de tantas piedras. La computadora fue alojada en el taller de Costura y entre la mala predisposición del personal y los pocos horarios para acceder, a los ponchazos pude editar mis dos primeros libros y uno de cuentos de una compañera con mucho talento.

El tiempo otra vez pasó y cuando tuve salidas transitorias me mudaron a las casas de pre-egreso. Allí también luché para poder tener la PC conmigo. Mientras tanto, fui preparando mi tercer libro, que este año dio la luz después de tanta pelea. Siempre fui de decir lo que pensaba, de no callarme y de apoyar reclamos que me parecían justos. Por eso, todo aquí dentro me costó el doble y las pocas voluntades que ganaba se iban perdiendo dentro de la falsedad.

Acá no podés aspirar a más; todos te miran diciendo “¿de qué se la da, si es una triste presa?”. Triste es descubrir que aquellas personas que aparentemente te tratan con respeto, cuando creen que no los escuchás, dicen cosas como “hay que depositar a los chanchos”, refiriéndose a las personas que van en tránsito a un juzgado. O “¿cuántos chasquis tenés?”, cuando hacen un recuento. O una de las cosas más terribles que escuché, cuando en referencia a una persona que estaba perdiendo un bebé, alguien dijo entre risas: “Deciles que se fijen si no se le quedó atascada una tiza”.

Por eso, cuando al observar, después de un reclamo que hicimos en conjunto con varias compañeras de las casitas a una asesora de dirección nacional de la administración de Víctor Hortel con respecto a situaciones irregulares e incluso denigrantes durante el tiempo transcurrido aquí durante los ingresos y egresos de las salidas transitorias, no me sorprendió, entre otras cosas, tener problemas para entrar los insumos de la editorial. Para el último libro utilicé madera para confeccionar las tapas. Las cubro con tela pañolenci y para pegarlas utilizo pegamento de contacto.

Habiendo solicitado autorización, me retuvieron todo. Aún pasándolo por el scanner. El colmo fue que también pasaron las maderas. Tuve que llegar al límite de presentar un recurso de amparo para que me lo devolvieran.
Una semana más tarde, no me quisieron reconocer las horas de trabajo: querían pagarme solamente 18 horas, cuando había trabajando lo mismo que el mes pasado, y tenía justificadas mis horas de estudio. Entonces tuve que presentar el segundo hábeas corpus en dos semanas. “Es inevitable”, como dice una compañera: ellos te pegan donde más te duele. Sobre todo en el bolsillo, cuando vivís de tu peculio. De una u otra manera, se la cobran.

Recuerdo que una vez me tocó escuchar cómo una jefa le contaba a otra autoridad que una compañera enferma “no estaba tan grave porque si no, no tendría ni ganas de comer”, luego de haberla sorprendido cenando. Mientras yo realizaba mi trabajo de fajinera, que es la limpieza de las oficinas, tengo que admitir que me hubiera gustado entrar munida de mi secador, como si fuera el sable corvo de San Martín, y pedirle que lo dijera delante de mí, si era capaz de ser tan cruel, tan déspota, como lo suele ser a escondidas de las internas, como las ratas en las alcantarillas.

A 28 días de mi libertad condicional, a estas alturas no me sorprende nada. Sobre todo después de haber encontrado cuatro cables cortados dentro del procesador de mi PC y su panel frontal, forzado a la vuelta de mi transitoria por estudio después de la requisa, el 6 de septiembre. Ahora, como en los procesos penales, me encuentro en plena tarea de probar que fueron ellas. Todos saben que el día anterior mi computadora funcionaba, mis compañeras me vieron imprimiendo libros dentro de una habitación de la que, ese jueves, sólo me dejaron sacar la campera y el bolso, y que luego cerraron con llave. No fue ninguna de mis compañeras. Las únicas que tuvieron acceso fueron ellas, el personal.

Siete años después de haber entrado a este lugar, a 28 días de mi libertad, me encuentro armando las piezas de la vida que dejé afuera y no dejando que los sinsabores me destruyan, a pesar de todo.

Fuente: NAN #14 (septiembre-octubre 2013). Conseguila en nuestra Tienda Virtual.