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Cubículo en El Espión.-

Inspirada en textos del autor del realismo ruso Máximo Gorki, la obra trata acerca del entender y el no entender. Escrita y dirigida por Eduardo Meneghelli, la historia se presenta desde una puesta en escena minimalista y propone una lógica por develar, un cubo de Rubik por resolver.

Por Valeria Tentoni
Fotografía gentileza de Juli Revólver

Buenos Aires, septiembre 7 (Agencia NAN-2009).- Son cuatro los personajes o las formas motoras en escena. La presencia es una sola. O, tal vez, ninguna. En una sala chica como la del teatro El Espión (Sarandí 766, Balvanera), la pulsión del escenario puede sentirse casi como un aliento. Por momentos, las voces se duplican o se alinean, y entonces son dos, tres o todas. Lo sonoro aparece bajo un tratamiento de coro, de yuxtaposición, pero también de interrupciones. La distorsión se presenta como una presencia más, como un quinto integrante del elenco. La forma, la sombra, el gesto, la palabra: no hay nada que escape a esa latencia omnímoda.

En un escenario despejado, con apenas tres puestos, alguien siempre queda de pié: Cubículo, que se presenta los sábados a las 22, puede bien describirse con la lógica del “juego de la silla”. Ana (Belén Sosa) y Satín (Florencia Inchauspe) son mujeres paralelas: el vestuario y las luces están a favor de la confusión de sus cuerpos. El Barón (Adrián Tórtora), un hombre joven, bello y de voz profunda, aparece y desaparece entre las sombras, en una tríada entre paternal y sexuada. Entonces aparece la palabra, la proyección del texto.

Minutos antes de dar sala, el director Eduardo Meneghelli (Bataille, Solo cuando muera, Madre de tela) le cuenta a Agencia NAN que tomó como base textos del escritor ruso Máximo Gorki. No es casual que “Gorki”, en el país más extenso del mundo, signifique “amargo”. Hay algo del orden de la angustia, del aburrimiento –que es también angustia–, del tedio y de la agresividad, que se narra de manera mosaical (al decir del filósofo Marshall McLuhan) a lo largo de la función. Porque Cubículo no es un relato lineal: es más bien una carta de significados y significantes, un ejercicio de búsquedas múltiples que se le propone al espectador.

Lucas (Graciano Rey), un peregrino, llega para corromper la convivencia de los otros, para convertirse él mismo en otro, para invitar al afuera. Su lugar convoca a la tensión entre el quedarse y el irse. El vagabundo es el interrogante y el interrogatorio. La duda puesta en movimiento. Es quien ejercita la compasión y enfrenta al Barón. Los cuatro personajes permanecen encerrados –no se denuncia por qué causas– en un cuarto tibio. Quieren irse, o eso declaman, pero permanecen. El encierro es una autoimposición, una pena tolerada por momentos con mansedumbre y en otros con violencia. ¿Qué lugar es ése? ¿Qué vínculos los atan? ¿A quién le temen?

Una mujer cuenta su historia de alcoholismo, de “amor fatal”. La otra, su cuento de hadas con príncipe por turnos. El olvido y el recuerdo hacen de la verdad un valor dúctil, una pieza móvil. También hay piezas de arquitecturas milimétricas, exactitudes en el encastre de los cuerpos en escena, que develan un profundo trabajo de ensayo. El movimiento se turna entre lentísimo y veloz, la brutalidad puede emerger entre las partes así como la dulzura. Meneghelli cuenta: “La obra puede seguir mutando; de hecho, quizás en un tiempo no sea la misma. No diría que es una obra surrealista, sino una distorsionada”. El director denuncia una realidad de sentidos masticados, precocidos, y cómo Cubículo propone una lógica a develarse, un “Cubo de Rubik” a resolver.

Está claro, a esta altura, que hay permiso para las interpretaciones disímiles, para la absorción a voluntad de mensajes. De entender o no entender, no se trata el asunto. Que algo se deba interpretar de un modo u otro es siempre una imposición autoritaria, una orden. Quien tolere la duda, lo indecible y la conspiración de la palabra en contra de la totalidad, saldrá de El Espión tarareando: “En la noche, triste y negra…”.