Por Facundo Gari
Buenos Aires, julio 4 (Agencia NAN-2009).- Engranajes de sangre (Editorial Milena Caserola), de Nicolás Raúl Correa, es el cuerpo de un oxímoron: 74 páginas pueden no ocupar espacio. La máquina vive, tiene fuerza, pero la sangre no la humaniza, acompaña un vacío que no subvierte, lo puebla de anécdotas sin premio. Rebosantes de nostalgia y frialdad, los siete cuentos que el escritor entrega en su segundo libro valen por siete pasos hacia adentro en el pasillo sin fin que han montado algunos exponentes de la autodenomina nueva “generación” de escritores: una estructura sin base.
Siete cuentos que no llegan a cuentos. No hay líneas argumentales. Siete veces el lector choca contra el blanco que indica el final de la narración. Siete veces sin desenlaces, algún indicio de nudo, todas las introducciones. Siete fotos minimalistas, esgrimidas con criterio pero sin sorpresa. “El machete” es el primero de esos siete. Un chico de trece años venga a sus hermanas, capturadas por un grupo de hombres. Lo hace con un machete, luego de permanecer agazapado en un pastizal en busca del momento oportuno. La historia termina cuando el adolescente regresa a casa y su madre advierte lo que ha hecho. “Vos quedáte con tus hermanas”, le ordena. “Rosas (el pibe) no dice nada y vuelve con el machete en la mano”. Punto final, sin redondeo.
No hay ilación de indicios hacia una estructura argumentativa. Esa cualidad centrípeta se ve desplazada por la caracterización desmedida de personajes, espacios y situaciones que no estalla, una vez más, por la ausencia de final, particularidad que caracteriza estos relatos y otros tantos, muchos de ellos producidos por la proclamada Joven Guardia y sus aliados. “Una tarde más” dibuja la relación entre dos hermanos, uno de los cuales es retrasado mental. A éste se le da por cortarle la cola al gato. Luego los hermanos forcejean y uno de ellos sale lastimado. Se van a dormir.
La intimidad cotidiana es la regla por antonomasia. En “Un beso en la frente”, un profesor conduce su bicicleta bajo la lluvia y llega empapado a la escuela, donde lo espera una niña, la única alumna que acude a clase a pesar de la tempestad. El le prepara un té y le acaricia la espalda. Luego se marcha y se acuesta con un cuchillo bajo la almohada, precaución ante los insultos que la máquina contestadora le devuelve.
La renuncia al diálogo con la tradición narrativa se reproduce en el resto de los cuentos: “Disparos en el agua”, “Engranajes de sangre”, “Un día cansador” y “El viento empujando”: en el primero, padre e hijo reciben la visita de dos hombres que llegan para cobrar una deuda. Cuando finalmente se retiran, el hijo (quien encarna la única narración en primera persona del libro) encuentra al padre a punto de ahorcarse. Se van a dormir.
En el segundo, Dominga y sus hijos pierden su rancho. Su hermano le ofrece ir a vivir a la “locura” de la ciudad, pero ella se resiste. Finalmente acepta. La cuarta noche tras su arribo, el hermano entra borracho a la casa con una pendeja y comienzan a desvestirse sobre la mesa. La mujer y sus hijos la escuchan desde la cama, pero logran dormir. Salta que se repite el final sobre el sueño de los personajes, pero es sólo una observación.
En el tercero, Albi está cansada y espera a su hombre, al parecer peligroso, para contarle una novedad, quizás que está embarazada. El esposo llega borracho y ella pospone la charla. En el cuarto y último de los relatos, un ex soldado revive constante una angustia que no desaparece. A punto de volarse los sesos, quita el caño de su sien. “En la calle el viento empujaba todo y al parecer la tormenta iba a durar unos días más”. Sí, es el final.
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