Por Esteban Vera
Fotografía de Mariano Rapetti para Anestesia
Buenos Aires, julio 14 (Agencia NAN-2009).- Veintiuna y treinta. Aráoz 1025, Villa Crespo. El lugar: la Cámara de Teatro, un teatro alternativo con pasado de cochera. En el subsuelo está la sala, de paredes y techo de ladrillo a la vista. Un reducto que todos los sábados se transforma en un laboratorio para Anestesia, una pieza escrita y dirigida por Paula Baró (galardonada con el Premio Clarín a Mejor Espectáculo Off por Sucio). La propuesta reflexiona sobre los dilemas surgidos del avance de la ciencia, la creación y la familia, célula primordial de la sociedad. Así, la joven dramaturga muestra un nuevo rostro de Prometeo, que si bien es hábil para infundir vida rompe los límites éticos de la ciencia.
El doctor Rodolfo, un Víctor Frankenstein yonqui, con delirio de genialidad divina (y un tono de voz por momentos similar al eufórico Néstor Kirchner de las tribunas), es un científico obsesionado con crear a un humano perfecto, sin enfermedades y más resistente a la flecha del tiempo. Asistido por su asistente y amante, Lili, finalmente crea a un humano en una probeta. “Estamos escribiendo el último capítulo de la medicina. Ya no existirá la enfermedad. Piénselo Lili…seres sanos y felices. Sin vacunas, sin dolores, sin daño, sin error. No más pacientes… no más espera: un mundo de ángeles, de súperhumanos con habilidades no humanas”, se entusiasma el doctor, con su experimento para fundar una raza superior. “El dilema está en los fines de la ciencia, dado que la ciencia tendría que ser moral y no amoral como debe ser el arte. Sin embargo, hoy se pueden comprar chanchitos fucsia que brillan en la oscuridad”, reflexionó la dramaturga Paula Baró en dialogo con Agencia NAN.
Como alguna vez ocurrió con la paradoja de Frankenstein en la fábula de terror de Mary Shelley, en una noche desapacible nace el súperhumano del doctor Rodolfo. La llaman Julia. Mientras afuera del laboratorio la lluvia golpea sombríamente y las luces se vuelven tenues, la criatura llora y vive sus primeros momentos. “Más allá del fascismo de Rodolfo, se lo humanizó para que la historia no sea vivida como algo lejano, sino para mostrar que la perversión está presente en la cotidianidad, que es parte del mundo. Él un ser posible, cercano”, consideró la directora.
El doctor y Lili, entonces, forman una familia (disfuncional) con Julia, su creación artificial, su hija. Viven en el laboratorio, aislados. “Están anestesiados y no ven la realidad. Pensamos que en el mundo actual hay mucha anestesia que provoca que no estemos en contacto con la realidad, como ocurre con Rodolfo y Lili”, advirtió Baró.
La acción transcurre en un laboratorio sombrío, donde las paredes son intervenidas con mensajes (“Sacar algo de la nada”, “La creación como hecho” y “La realidad de la criatura”, entre otros) que funcionan como disparadores de la trama. Allí, Julia duerme desnuda en una incubadora, hasta que un día abandona su jaula de cristal e inquieta pregunta: “Papá, ¿dé dónde vengo?”. Entonces, Rodolfo intenta una explicación mítica: “En el principio, Eurínome, la diosa de todas las cosas, surgió desnuda del caos; como no encontró nada firme donde apoyar sus pies separó el mar del cielo y danzó solitaria sobre las olas…”.
El dispositivo escénico y las luces utilizado en esta puesta, similar al que evoca cualquier laboratorio del celuloide trash, resulta ser el marco exacto para las actuaciones de Julián Krakov (Rodolfo), Rosario Alfaro (Lili) y Antonella Querzoli (Julia). A su vez, la musicalización de Ignacio Sánchez sirve para cohesionar la acción; así como el vestuario de época ancla a los personajes, aproximadamente, en la década del 40.
El texto fue elaborado a partir de la lectura de textos bíblicos, filosóficos, investigaciones sobre clonación y ensayos nazis sobre perfeccionamiento de la raza: “Nos dimos cuenta de que la creación de un humano perfecto es un tema que está presente en la sociedad. Desde Mary Shelley está la sensación en los hombres de crear vida humana superior”, observó la joven dramaturga.