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de qué va la salud en nuestro país

examen de residencia

Preparar los exámenes de residencia es una de las experiencias más desafiantes, traumáticas y estresantes que viví.

 

Como si fuera poco que examinen “todo lo que viste en la carrera y más”, cosa que en principio parece vertiginosa, competís por unos pocos y preciados lugares contra centenares de quienes hasta ayer fueron tus amigas y amigos o compañeras y compañeros de cursada, lo que hace de la prueba —más que vertiginosa— algo parecido a Los juegos del hambre de la vida real.

 

Las reglas son claras: se suman el promedio de tu carrera (incluidos aplazos y CBC) y la cantidad de respuestas correctas a 100 preguntas, y se divide por dos. La cuenta arroja un número que se convierte en un puesto en el ranking de la especialidad elegida de modo previo. Hasta acá, bastante justo, ¿no? Un ranking que aparenta no tener fisuras para que el diablo meta la cola… Pero vayamos de a poco.

 

Los exámenes son confeccionados por el Ministerio de Salud nacional o la Secretaría de Salud porteña, de acuerdo al destino de la postulación, y en general no tienen criterio. Es frecuente que en algún punto de las 100 preguntas uno se cuestione qué pretenden evaluar. ¿Son criterios de mínima que debe tener una médica o un médico que no hizo ninguna residencia tras recibirse? ¿Quiénes establecen estos criterios? ¿Cuáles son los saberes que debe tener un trabajador de la salud para merecer entrar al sistema de residencias? ¿O sólo buscan hacer un paquete de preguntas relativamente accesibles y el resto lo más confusas y capciosas posible para que sobresalga el que pueda y no el que deba? O, lo que es peor, el que se haya preparado con cursos privados en los que —es vox populi— les deslizan unos muy pero muy efectivos tips.

 

Todo esto por un puesto de residente bajo condiciones que rozan la esclavitud.

 

El cargo es de dedicación exclusiva, o sea que no se puede trabajar en ningún otro lado. Y según las especialidades y las instituciones, es más o menos laxo. Las residencias más hegemónicas suelen tener regímenes de trabajo muy largos. En el Hospital Italiano los primeros dos años no tienen francos: laburan un piso sin techo de ocho horas por día, todos los días del año, más diez guardias de 24 horas por mes. El salario ronda los 15 mil pesos.

 

¿Por qué elegimos hacer una residencia? Porque si bien es una tortura que se asemeja a una picadora de carne humana, sigue siendo el mejor método de formación que tenemos las trabajadoras y los trabajadores de la salud. Cuando salimos de la facultad no tenemos ni puta idea de lo que sucede en los hospitales. No sabemos qué siente nuestro pueblo. No sabemos cómo son una gripe, un infarto o un niño desnutrido, ni cómo es una intoxicación por plomo. Sólo sabemos lo que nos contaron los libros: es parecido a lo que sucede en la vida real pero, a su vez, no tiene nada que ver.

 

No somos formados para atender las urgencias de nuestro pueblo. Somos formados bajo un régimen de maltratos. Los profesores te desalientan. Todavía tengo en mi mente el grito que le propinó una profesora de embriología a una estudiante: “Vos sos una de las del 50 por ciento que fracasa y deja la carrera, vaga de mierda”. Un dicho docente muy popular es “si no tienen ganas de estudiar, vayan enfrente (por la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA). Acá vagos no vamos a tolerar”.

 

Los maltratos y la educación para la competencia allanan el camino de la naturalización. Aceptamos jornadas laborales interminables, maltratos de los superiores, abusos de poder. Acosos, abusos sexuales. Sueldos miserables. El médico recién recibido no problematiza esas situaciones sino que puede llegar a pensar que atravesarlas le dará prestigio: “Yo me banqué tal cosa”.

 

La naturalización de la opresión hace difícil organizarnos en sindicatos, gremios o comisiones internas. Hace que andemos a ciegas. Pone la mesa y sirve el banquete para que el capitalismo siga regodeándose. Como los sueldos de médicas y médicos de planta en hospitales públicos son muy bajos, no les queda otra que tomar otros trabajos: consultorios, clínicas privadas, una guardia externa en otra institución, una ambulancia. Abandonan sus trabajos, que deberían ser de tiempo completo, al mediodía. Esto es lo normal, todo el mundo lo sabe. También todo el mundo sabe que no debería ser así. Por eso los hospitales públicos se vacían después del mediodía y las clínicas privadas se llenan por las tardes. Los actores son los mismos, sólo cambian de escenario.

 

¿Quién pone el techo salarial: la salud pública, porque no puede costear más que esos sueldos, o la medicina privada, que impone esa limitación para seguir ganando excelentes sumas de dinero? Creo que es una alianza estratégica entre ambas.

 

Otro punto a analizar es el rol de los residentes, que deben ser formados por los médicos de planta. ¿Qué pasa con las emergencias después del mediodía o un fin de semana? Es simple: el de mayor experiencia se hace cargo de la situación. ¿Está preparado? Y… es un residente. Puede tener algunos años más o menos, pero sigue en formación. Así, los residentes terminan formándose entre ellos.

 

Claro que si tienen errores, aparecen las reprimendas, como las guardias castigo de 24 horas. ¿La culpa es del residente, que en definitiva se está formando, o del formador? ¿No deberían las instituciones garantizar que el ambiente de trabajo y de aprendizaje sea adecuado?

 

Uno no puede dejar de pensar en quién se beneficia con este estado de situación. El sector privado se asegura residentes por salarios de entre 15 y 17 mil pesos, con jornadas laborales a su gusto y placer. La salud pública tiene residencias en hospitales que están vacíos de personal luego del mediodía, además de vacíos de medicamentos, mantenimiento, equipos de diagnóstico e infraestructura. La medicina privada lo sabe y actúa en consecuencia.

 

¿Qué se juega un estudiante recién recibido en los exámenes de residencia? ¿Por qué les ponemos tanto? Primero, porque definen tus próximos cuatro años. Tenés que decidir qué especialidad vas ejercer; y si quedarte en tu ciudad o irte a formar en otra lejos de tu familia y amigos. Segundo, por el esfuerzo que requieren. Yo preparé ese examen durante seis meses. Los primeros dos fueron muy light, pero en los últimos cuatro no tuve fines de semana ni cumpleaños ni feriados. Todos los días estudiaba entre 12 y 15 horas. Vivir se transforma en un malabarismo constante entre la presión de tener que saber todo de todo, manejar la culpa e intentar no perder a la gente que te rodea.

 

Pero hay algo que todavía es más fuerte para el estudiante de medicina promedio y es el miedo al fracaso. La competencia alrededor de ese examen genera una atmósfera casi imposible de despejar. Sos vos contra 50, 100 o hasta 400 personas, entre las cuales están tus amigos, tus compañeros, gente que tenés de vista en la facultad y gente sin cara a la que, sin embargo, se la pisarías por conseguir uno de las pocos puestos por especialidad. Pero sobretodo sos vos contra vos.

 

Tenés que demostrar que esos seis meses no fueron en vano, que estudiar siete años no fue en vano. No podés fallar. No importa tu vida en ese momento. No importa si se enfermó un familiar, si murió tu perro o están reprimiendo a los docentes que luchan por un sueldo en las calles. Mientras esa habitación en la que estudiás guarde el orden exacto en que dejaste desordenadas las pilas y pilas de hojas por leer, todo parece estar bien.

 

La alienación no te permite ver que todo está fallando. A más te recluís, menos conocés la realidad. Es cuando más biologicista te volvés, porque es lo único que sabes. ¿Cómo vas a escuchar a alguien si ningún libro te habló jamás?

 

Mi compañera me decía: “Dale, escribí algo. Es ahora. Tenés todas las emociones a flor de piel”. Me costaba sentarme a escribir, sentía una culpa tremenda al desperdiciar valiosos minutos. Con el diario del lunes, lamento un poco no haberlo hecho. Así como a una persona que sufre una amnesia retrógrada le cuesta recordar la causa del estrés postraumático, yo no puedo recordar con claridad todas las emociones que me recorrieron cuerpo y mente en ese período.

 

Un día practicaba con un examen de años anteriores y mi resultado fue 55/100. Estábamos a 25 días y yo sacaba un 55 cuando la media era 65-70/100. Rompí en llanto, sentía que no era para mí. Me la había pasado estudiando más de 12 horas por día los últimos dos meses y medio de mi vida, y sólo era capaz de resolver la mitad de las preguntas.

 

La presión se debía, en parte, a que no había decidido una especialidad. Cuando lo logré, estudié con el camino más llano, sin fantasmas rondando mi mente.

 

A tres semanas del primer examen sentía que seguía en blanco. Mi estrategia de estudio cambió rotundamente al ver que no llegaba a estudiar todos los temas de todas las materias que abarca este tipo de examen.

 

En vez de leer tema por tema, hice una cantidad de choices astronómica. Por día respondía alrededor de 1000-1500 preguntas con opciones múltiples. Desde las 7 de la mañana hasta las 12 de la noche. Con pocos recreos, tan sólo para ir al baño y comer algo.

 

Si tenía dudas, si notaba que algún tema estaba flojo, lo leía con énfasis en esos puntos.

 

Con los días me fui dando cuenta de que eso no sirve. No sirve estudiar de esa manera. Sólo se retienen cifras, valores de enfermedades poco prevalentes, de las que en general nuestro pueblo no sufre.

 

Al llegar al examen me sentí completamente vacío.

 

Vacío de conocimiento.

 

Vacío de sentimientos.

 

Pero, sobretodo, vacío por entender de qué va la salud en nuestro país.

 

rastros@lanan.com.ar
 
Nº de Edición: 1749