Fotografía: Danielk2/Wikipedia
Habitualmente sueño con gente sin dientes o gente muerta, o me sueño a mí misma sin dientes. Pero esta noche soñé otra cosa más realista aunque no menos escalofriante: que volvía a trabajar en McDonald’s. Volvía a estar al costado de la cesta de papas fritas con el auricular del Mc Auto, agitándome para armar pedidos en bandejas, sonriendo mecánicamente, haciendo preguntas tales como si le gustaría agregar a su pedido bastoncitos de muzarella y enfundada en ese pantalón tiro alto que me cortaba la circulación y que me hacía el orto más feo del planeta.
Una pesadilla.
Empecé a laburar en la casa de Ronald en septiembre de 2003. Recuerdo con pocos detalles que piqueteros pasaban cada tanto por la vereda y, con palazos, amenazaban con destrozar los vidrios del símbolo imperialista por excelencia. En ese entonces yo asistía a la escuela pública Tomás Espora —más conocida como el Comercial de Temperley— y la vicedirectora nos había ofrecido comenzar una pasantía. Tenía 16 años y comencé ganando entre uno y dos pesos la hora. Cuando me efectivizaron, al cabo de un año aproximadamente, empecé a cobrar un poquito más de 3.
Como en el caso de Juan Pablo Varsky y otros tantos famosos que prestaron su cara para publicidades, McDonald’s fue mi primer trabajo. Ahora, condenada de por vida a ser una trabajadora, por momentos me arrepiento: quisiera apretar un botón, volver el tiempo atrás y recuperar aquellas horas que, a la distancia, considero perdidas.
Vengo de una familia de clase media. Jamás me faltó nada y, por entonces, no lo necesitaba. Pero tengo clara la razón por la cual quise entrar a Mc: mientras otros compañeros míos lo consideraban una estupidez, tener billetes entre mis manos me hacía sentir autosuficiente, independiente y libre. Por pocos que fueran. Podía tomar cerveza y Uvita Fiesta los fines de semana sin sentir culpa y, sobre todo, comprar cigarrillos.
Iba a McDonald’s caminando desde Temperley hasta Lomas, unas cuantas cuadras, y como mis padres no sabían que fumaba lo hacía por el camino. Así que la libertad se expresaba también en ese tramo hasta llegar a destino. “Si algún día decidís fumar, yo no pienso bancarte el vicio”: mi madre había sido categórica al respecto. Así que, una vez que caí en la cuenta de que ya era una fumadora, conseguir un trabajo casi que era un imperativo.
“Qué mierda laburar los fines de semana, con olor a aceite, hamburguesa, ketchup y limpiando baños sucios”, pensé soñando. El sueño no era una historia, era apenas una imagen: la camisa a cuadros, la gorra azul, los pines, el pantalón negro de anciano y —siempre un elemento inventado y metafórico, casi visionario— unas All Stars amarillas que eran nuevas.
Yo, crew, parada al lado de la cesta de papas, a punto de agitar la freidora, y a mi izquierda la ventanilla corrediza a través de la cual los clientes pedían hamburguesas desde automóviles. El tono sarcástico de mi sueño me remitió a Ignatius Reilly en Levy Pants.
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En casa jamás limpiaba un baño; en McDonald’s tenía que meterme en el baño de hombres con una pinza y arrancar los pelos de los mingitorios. Lo tomé naturalmente como parte de mi trabajo. El primer área en la que me desempeñé fue limpieza. Esto representó una decepción en mi entrada temprana al universo laboral. Así lo quiso el destino, tal vez tenía que aprender algo…
Los primeros días, cuando cruzaba la puerta del local, sentía que me metía en un micromundo con lenguaje propio, que con el tiempo se fue alojando en algún sector de mi inconsciente. Sin cuestionármelo, sin que nadie me lo pidiera y casi sin darme cuenta empecé a hablar en inglés. A decir crew, biggy, schedule, break, día off.
Era mala, pésima, haciendo mi trabajo. Al punto de que un gerente muy exigente estaba ensañado conmigo. Un día me retó. Dijo que no servía, que no tenía aptitudes para la limpieza (¿?) y hasta me cuestionó por cómo agarraba la escoba. Me lo tomé en serio y me convertí en la empleada del mes.
Me lucía mucho en las horas pico, allí llamadas rush. No sé bien qué fue lo que ocurrió, pero creo que con ese tipo de personas tuve una suerte de Síndrome de Estocolmo: mientras más me retaban más iba a dar de mí. Supongo que ellos lo sabrían. Comenzaron a llamarme “Robotina”. Me movía apurada y era muy eficiente. Estaba atenta simultáneamente a pisos, baños, vidrios, pelotero, entrada, mesas. Ni bien alguien terminaba de comer y se iba, yo estaba allí para retirar la bandeja. Son pocos los solidarios que lo hacen ellos mismos. Los clientes más amables ofrecen propina. Pero McDonald’s prohíbe aceptarla.
Cuando me convertí en empleada del mes, además de colocar mi cara en gesto congelado y sonriente en la pared de al lado del mostrador —cosa que me daba vergüenza y una estúpida sensación de autosuperación—, me regalaron 50 pesos para gastar en Musimundo y una comida libre. Elegí un disco de Bob Marley y uno de Los Rodríguez y fui a comer con mi familia.
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Era simple y vergonzoso lo que más me gustaba de trabajar en McDonald’s: en aquel tiempo era fanática de las hamburguesas. Ahora ya no me gustan tanto, pero sigo yendo a comer ahí, aunque durante dos años y pico comí hamburguesas prácticamente todos los días.
Me lo han preguntado mil veces, pero no tengo una respuesta: no tengo idea de cómo están hechas las hamburguesas de ese lugar, aunque intuyo que algo raro hay. Si no, ¿cómo diablos consiguen ese jugo? Lo que sí sé, y está a la vista por su sabor, es que la Coca-Cola no es la de la botella: hay detrás de la cocina un cuarto con una máquina donde se preparan las bebidas con un jarabe. Por eso la gaseosa no tiene nada que ver con la auténtica.
En McDonald’s —era así en mi época, no sé si este sistema continúa—, la comida que uno “se gana” por su trabajo depende de la cantidad de horas trabajadas. Es decir que si uno trabajaba cuatro horas, ligaba hamburguesa, papas pequeñas y gaseosa mediana. Si uno trabajaba seis o más, podía llevarse una hamburguesa más gordota. Y si trabajaba ocho, tenía break libre. Este mecanismo apresaba a una gorda de alma como yo.
Los sábados, la sucursal explotaba. La cantidad de gente obligaba a los gerentes a pedirme más horas de las previstas según el schedule del cuartito de arriba. Entonces yo miraba el reloj y pensaba en un Biggy (Big Mc) y decía que sí. El espíritu de Homero Simpson habitaba en mí.
—¡Sanitizado, por fa!— gritaba alguien en la cocina cada media hora. Había que pasarse alcohol en gel por las manos y, si mal no recuerdo, cada una hora, lavarse bien con ese jabón de aroma particular que hay en todos los Mc. A la cocina, las hamburguesas también se pedían gritando, con nombre abreviado. Y, siempre, con el acompañamiento de un “por fa”.

Pasar a la caja y a Apoyo (armado de pedidos) fue otro de los premios por haberme convertido en empleada del mes. El cambio tuvo su costado negativo: tener que empezar a lidiar con la ansiedad de la clase media y con las madres que tardaban media hora en elegir el juguetito de la Cajita Feliz. También, someterme a eso de tener que sonreír todo el tiempo —pedido expreso de la gerencia—, hasta cuando ofrecía los benditos bastones de muzarella que no tentaban a nadie.
Otra contra fue que, al manejar dinero y ver la cantidad que entraba al local por día, la explotación adquirió una cara visible. En cuatro horas, la venta de combos podía generar más dinero del que yo ganaba por mes.
Uno de los mayores desafíos era hacer los helados. Nunca aprendí y los míos siempre eran más grandes de lo debido. El cono tenía que tener dos vueltas y media y yo no lo conseguía. No obstante, estar cerca de la cocina me daba ciertos beneficios: con algunos compañeros cocineros teníamos un pacto. Consistía en cambiar las chapas de las hamburguesas (los numeritos esos de colores indican el vencimiento) para que los jefes pensaran que ya habían vencido y nos regalaran esa carne que podría intoxicar a otro.
Otro elemento inolvidable es el “Mistery Shopper”. Se trataba de un cliente cualquiera que llegaba de sorpresa y tomaba nota sobre las condiciones del local. Si nos iba mal era un día de caras largas. Si a alguien le importaba un bledo el asunto y esos resultados, como era mi caso, tenía que simular igualmente frustración.
Una máxima de McDonald’s es: hay que hacer, aunque no haya nada para hacer. Hay que simular que se está trabajando. Todo el tiempo. Si no llegan clientes, el empleado debe acudir a la planilla de “específicas”, tareas cuyos resultados nadie nota, como limpiar zócalos.
El día más triste fue el del despido de una compañera. Una pasante, una chica de segundo o tercer año de Polimodal, por lejos la mejor y más sonriente de las cajeras, que había cometido el terrible delito de afanarse un par de medialunas.
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El peor horario era el domingo de 6 a 10 de la mañana. Como yo me rehusaba a resignar otros capítulos de mi vida, iba después del boliche. A veces un poco en pedo; eso me permitía tolerar mejor. Los domingos a la mañana, el pantalón que apretaba el estómago era perjudicial para mi resaca. Me daba náuseas, lo mismo que tener que agacharme para escurrir el lampazo.
Los domingos a las 6 llegaban, obviamente, todos los adolescentes borrachos y cancheros. Hasta me revolearon cosas. Una vez el hombre de seguridad se llevó a no sé dónde a un muchacho que se burló del tono afónico de mi voz y que empezó a tirarme caramelos cual si fueran proyectiles.
McDonald’s te obliga a desarrollar una especie de tolerancia al maltrato. Es muy común que los clientes te tomen por pelotudo. Y esa cosa de sonreír todo el tiempo seguramente deja huellas en las personalidades.
Me sentí muy estúpida particularmente un día en que el hombre de seguridad retó a unos jóvenes que se estaban besando. Eso no se podía hacer ahí. Cuando se fueron, el pibe dejó de regalo un garzo en el vidrio. Lo tuve que limpiar.
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Cuando una persona se desarrolla intelectualmente empieza a entender más el mundo. A entender, por ejemplo, que una Cajita Feliz es el símbolo de algo mucho más grande.
De la infelicidad del mundo.
No es casual, entonces, que poco después de mi ingreso a la universidad haya decidido renunciar (de Guatemala a Guatepeor: lo siguiente fue un call center). Asistía a algunas clases con el uniforme puesto y sentía que era una contradicción absoluta: ¿qué pensaría Rodolfo Walsh de mi fútil existencia?
—Estudiá. Si no, te acostumbrás a trabajar y a la plata y no salís más de acá— me aconsejaba una compañera que pisaba los treinta.
Lo cierto es que los jóvenes gerentes eran generosos con los días de estudio. No todo era malo. Y gente buena y mala hay en todas partes. Al principio, yo estaba tan abrumada con los apuntes que prácticamente pedía toda la semana. Pero esas horas no se cobraban, por supuesto. Cuando quise irme, la gerenta con la que hablé entendió a la perfección mi decisión.
Mi papá hizo un máster en Administración de Empresas y me contó que en la maestría le decían que las personas que tienen en su currículum a Arcos Dorados gozan de un plus, porque están entrenadas para el mundo laboral. Supongo que sí: entrenadas para ser sumisas, para aguantar malos tratos y para hacer mil tareas a la vez. Justo lo que necesita el mercado.
De todas las cosas que me enseñó McDonald’s posiblemente sea ésta la más importante: siempre, los que trabajamos, somos los que perdemos algo. Aunque ganemos guita.