
Por Ailín Bullentini, Nahuel Lag y Nicolás Sagaian
La ciudad reconoce el derecho a una
vivienda digna y un hábitat adecuado.
Artículo 31 de la Constitución
de la Ciudad de Buenos Aires
Hubo una vez una toma de tierras en Villa Soldati que acabó con dos muertos. Fue hace tres años y medio en el Parque Indoamericano: unas 13 mil personas ocuparon el predio empujadas por la necesidad, las problemáticas de hábitat y de vivienda. Los gobiernos de la ciudad y la nación censaron a las familias y orquestaron una respuesta; eso sí, con la condición de que se retiraran de las tierras. Las familias volvieron así a los pasillos sin cloacas, a los cuartos hacinados, a las paredes húmedas y electrificadas. Como se temía, la promesa de créditos blandos y construcción de viviendas quedó para la hemeroteca. “A partir de aquella toma caótica que terminó con represión y expresó lo peor del imaginario de la clase media sobre los villeros nació la Corriente Villera.” Julián es integrante de la mesa nacional de esa organización, que tres años después y junto al Movimiento Popular La Dignidad, La Poderosa, El Frente Popular Darío Santillán, el MTD y vecinos independientes transformaron en “hacer” aquel cachetazo y plantaron, a fines de abril, la Carpa Villera en plena Plaza de la República. El reclamo: urbanización con radicación. La paquetería del gobierno porteño no resistió las casillas en el corazón de la ciudad y menos la amenaza de que llegasen hasta el Teatro Colón. Por eso, el jefe de gobierno, Mauricio Macri, envió a la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, y a la titular de la Secretaría de Hábitat e Inclusión (Sechi), Marina Klemensiewicz, a firmar un acuerdo para avanzar con las obras, pendientes durante décadas.
Miles de transeúntes pasaron frente a la carpa. ¿Cuántos se habrán preguntado por qué estaba ahí? Algunos se detenían, leían “urbanización con radicación” y adherían con una firma. Una señora frenó frente al croquis de un proyecto de urbanización y soltó incrédula: “Yo también quiero vivir en Puerto Madero”. Los villeros no piden Puerto Madero, señora, señor; sino ciudadanía, derechos, barrio: cloacas, desagües, agua potable, calles, gas, tendidos eléctricos. “No es un problema técnico ni económico el de la urbanización de las villas, es uno político e ideológico. Tiene que haber una decisión política en función de la convicción de que todos tenemos los mismos derechos y tenemos que vivir con las mismas condiciones”, considera Julián.
¿Qué cambió entre la toma del Indoamericano y los acuerdos sellados por las organizaciones que sostuvieron la Carpa Villera? A vuelo de pájaro, el Gobierno nacional tomó nota del eco de la Villa Obelisco y marcó la cancha de la agenda social, un partido que el macrismo nunca jugó. La Presidenta anunció la creación de la Secretaría de Hábitat Social, cuya primera tarea —para la que contará con una partida de más de dos mil millones de pesos— será la urbanización de 100 barrios vulnerables localizados en terrenos fiscales de todo el país. Pero, si separamos la paja del trigo, surgen algunas cuestiones que licúan la iniciativa: el objetivo del flamante área (incorporar al trazado urbanístico, proveer de servicios básicos como electricidad, agua y gas) es el mismo que tenía la Comisión Nacional de Tierras, que dependía de la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Nación. El titular de la comisión era Rubén Pascolini, quien fue ascendido a secretario, con los mismos objetivos por cumplir.
A la otra orilla de la pantalla política, la lucha y la organización fueron por más.

URBANICENLÁ
El Barrio Cildáñez, en pleno Parque Avellaneda, es el territorio de Julieta hace 30 años. Llegó desde Bolivia cuando el interventor de la última dictadura militar en la Ciudad de Buenos Aires, Osvaldo Cacciatore, se iba. “Aquí todo era barro con casitas de madera. No teníamos luz, dormíamos con velas”, recuerda. White es la arteria central del barrio, que nace en Echeandía, a dos cuadras de la avenida Eva Perón, y termina en la Autopista Dellepiane.
Si un equipo de antropólogos llegara a Cildáñez, en sólo una recorrida de ocho manzanas podría analizar los avances de la construcción caprichosa del barrio. Julieta camina por los pasillos y señala las casas, construidas una pieza sobre otra, como una torta de varios pisos, levantadas por quienes invirtieron un ahorro, lo que sobró de una changa o los “materiales que los punteros les entregaron a cambio de favores políticos y votos”.
Estas construcciones apiladas son la forma que encuentran de habitar la ciudad las personas que llegan en busca de trabajo desde el norte del país o los países vecinos. Pagan 1500 pesos por persona, 2500 pesos si en el cuarto ponen la cama y también la máquina de coser “para vender en las ferias o a los coreanos”. Un 40 por ciento de los que viven en las villas son inquilinos, remarca la antropóloga e investigadora de la Universidad General Sarmiento María Cristina Cravino.
Julieta es una especie en extinción en el barrio: llegó al comienzo y vive hasta hoy los cambios en su fisionomía. De la casilla de madera sin luz, ella pasó a una de material y, a principios del año 2000, junto a un grupo de vecinos, logró hacer valer la Ley 148 para poner en marcha una obra del Instituto de Vivienda (IVC) que el gobierno porteño, encabezado entonces por Aníbal Ibarra, proyectó y concluyó en 2004: un puñado de edificios de seis departamentos de dos ambientes, con cocina comedor, habitación y baño. En uno de esos edificios, en el tercer piso, pagando su cuota rigurosamente, vive Julieta con su hija menor. Cristian, su único varón, intercaló su trabajo de remisero con su rol como delegado en el Barrio Papa Francisco, en Villa Soldati. Participó de la toma porque el alquiler que pagaba en la Villa 20 para vivir con su mujer y su hijo ya era inalcanzable. Sin aviso previo, sin tiempo para sacar nada, la Policía lo barrió y quedó “detenido por pelear un derecho”. La liberación llegó pocas horas después por la movilización de las organizaciones villeras. Las opciones, luego: apiñarse en el departamento de un familiar o volver a un alquiler irregular.
Los derechos habitacionales están reconocidos por la Constitución de la ciudad. La ley 148, de “atención prioritaria a la problemática social y habitacional en las villas”, recalca la responsabilidad del Estado hacia los habitantes de esos barrios. Por si fuera poco, algunos de esos núcleos cuentan con leyes propias de urbanización, como la villa 1-11-14, la 20, la 21-24, la 33, la 31 y la 31 bis. Todas incumplidas desde hace años. Según un informe del legislador de Nuevo Encuentro José Cruz Campagnoli, Macri sólo usó un 46 por ciento del presupuesto destinado a la urbanización de las villas entre 2008 y 2013. En 2014, el dinero consignado a las villas representó apenas el 0,7 por ciento del total del presupuesto. En el proyecto de presupuesto 2015, después de barrer el Barrio Papa Francisco, la lógica se profundiza: los fondos destinados a viviendas sociales y urbanización tocan el piso más bajo de los años de gestión PRO, un 0,9 por ciento. En tanto, el dinero destinado bajo el concepto “seguridad” representa el 10,9 por ciento del total.
La Cildáñez es una de las villas más pobladas de la ciudad. Delimita hacia el oeste con la calle Homero, donde se arma la feria local. Las construcciones se repiten, se abren nuevos pasillos, por los que hay que pasar de costado, casi pidiendo permiso. “Nunca quisieron hacer la urbanización y radicación de esta villa. Se podría, ya estaría urbanizada; pero les conviene mantenerla así para manejar recursos económicos y sostener sus negocios”, se lamenta Julieta.
Llegamos al límite del barrio por donde ingresamos, Echeandía. Una cuadra más cerca de la avenida Eva Perón está la calle Hubac. Un informe de la Jefatura de Gabinete porteña indica que desde el 10 de julio de 2006 están listos para licitar dos terrenos propiedad del IVC en Hubac 4728 y Encheandía 4443. En el primero hay una enorme estructura abandonada que sólo tiene pintado “IVC” con aerosol en la puerta. Del segundo terreno entran y salen camiones cisterna.

LO BÁSICO
Las villas porteñas comparten la problemática habitacional. La urbanización con radicación es un grito que las une a partir del hito que marcó la Carpa Villera. Sobre todo cuando la gestión política no sólo incumple derechos constitucionales sino que no gestiona de manera efectiva los servicios básicos para vivir.
En Barrio Fraga, a un costado de la estación Federico Lacroze, los tendidos de agua y luz no llegan ni siquiera en forma precaria a la mayoría de las casas. El gas no existe y las cloacas sólo corren por debajo de unas pocas manzanas. Cuando llueve, las cámaras rebalsan y los desechos salen a la superficie. El barro deja de ser barro y se transforma en un fango gris viscoso. “Es muy difícil vivir así. Entonces vamos edificando, haciendo pequeñas obras para adelantar una solución a los problemas que debería atender el gobierno”, cuenta Merly, delegada de la manzana 2, que hace siete años vive con su familia en el barrio.
A fuerza de organización y dedicación, Fraga tiene una gimnasia adquirida con respecto al trabajo comunitario. En los últimos meses, los vecinos hicieron mucho más que lo que hizo el Estado en años. Por poner algunos ejemplos: pavimentaron la entrada de la villa, levantaron una loma de burro casi en la esquina de Palpa, arreglaron la canchita de fútbol, extendieron redes de agua, incluso comenzaron con la instalación de cloacas. En el sector 1, la conexión está terminada. Hicieron cuatro cámaras, todo el trazado de caños, la red central y cada una de las conexiones, casa por casa. La obra tardó cuatro fines de semana y demandó un aporte económico de las familias: mil pesos. Paradójicamente, para llevar a cabo el proyecto un grupo de vecinos tuvo que ocupar la sede de la Sechi. “Así conseguimos los materiales que miles de veces pedimos bajo todas las formas burocráticas y que no nos querían bajar”, cuenta Laura, militante de la Corriente Villera.
Hoy, más allá de sus 30 años y de su fuerte crecimiento, Fraga no es un barrio reconocido por el Estado. Por inentendible que suene, el primer paso que sus vecinos deberían dar hacia la urbanización es lograr que las autoridades reconozcan el lugar como una villa. Por el momento, el terreno es técnicamente considerado un “asentamiento” (como el Barrio Rodrigo Bueno), categoría por debajo de “villa miseria” que no garantiza acceso a los fondos públicos ni a los planes de gobierno.
“Acá el Estado no existe. De ahí surge la organización de los vecinos. No queremos vivir gratis, queremos hacernos cargo de nuestros barrios. Queremos pagar la luz, el agua, el gas, nuestro terreno, como cualquier ciudadano argentino. Pero se ve que eso a los políticos no les interesa. A ellos les conviene que todo siga igual”, sostiene Bety, que llegó hace 13 años a Chacarita, cuando el barrio era de casas bajas y aún había espacios verdes sin ocupar.
Las obras básicas acordadas con el gobierno de la ciudad, con la Defensoría del Pueblo como garante, aún no son realidad; son mesas de gestión entre las organizaciones, representantes del gobierno y las empresas privadas o públicas que prestan los servicios.
Mientras aguanta el llanto de bronca por el violento desalojo que su hijo y otros vecinos sufrieron a fines de agosto, Julieta puede esbozar una sonrisa por el troncal cloacal que viene reclamando para la manzana C de Cildáñez y que entró en el acuerdo. Ahí está la casa de otra de sus hijas y funciona el comedor que abrió hace un año y medio, cansada del maltrato del puntero del barrio. El troncal deberá pasar por un pasillo de un metro de ancho, donde las paredes tienen un tono verdoso aun a 60 centímetros del piso. Hasta ahí sube el agua del desagüe cuando llueve.
En Zavaleta, bordeando la orilla sur de Capital, la instalación de cloacas también fue una batalla memorable. El plan colectivo para solucionar las inundaciones —de agua de lluvia con desechos— fue construir una boca de tormenta en cada tira y cloacas para encausar los fluidos. El reclamo se realizó… en forma de cooperativa. “En vez de pedirle al Estado que venga y se ponga a trabajar, la idea de los vecinos fue cooperativizarse: repartir el trabajo e ir a pedir la plata para concretarlo.”
La “coopetrucha”, como la llaman los vecinos, es una figura a mano de los punteros para bajar fondos que reparten con discrecionalidad. Por eso, antes de conformar la cooperativa propia, se organizaron para exigir sin descanso ante la UGIS, con base en Zavaleta, y participaron de numerosas asambleas, en las que definieron cómo, cuándo y cuántas veces pegar el grito.
La organización La Poderosa recogió el proyecto de instalación y lo presentó. “En el hecho de que finalmente lo aceptaran tuvo mucho que ver la comunicación del reclamo hacia afuera”, plantea Alejandra. También la participación de los vecinos en la Carpa Villera. Antes de que terminaran la huelga de hambre de 54 días en el Obelisco, ya se habían comenzado las obras.

VIVIR SEGUROS
¿Qué significa vivir dignamente? A los tendidos de agua y electricidad, los vecinos de Zavaleta agregan la “seguridad”, algo que el Estado les niega a pesar de haber regado sus tiras con gendarmes y prefectos. “No están acá para cuidarnos, sino para proteger al resto de la sociedad de nosotros”, reflexionan desde La Poderosa. Hacia dentro del barrio todo es distinto: zonas liberadas para que la delincuencia haga lo suyo; delitos cometidos por los propios efectivos, desde robos hasta golpes e insultos. A partir del abandono que desembocó en la muerte de Kevin (un nene de 4 años que recibió en su cabeza una de las tantas balas protagonistas de un tiroteo sucedido en el barrio, zona liberada mediante), La Poderosa instaló la casilla de seguridad Vecinos Sin Gorra, que funciona a diario gracias a los integrantes de la organización en la plaza que lleva el nombre de la víctima. Allí reciben denuncias de los delitos cometidos por quienes los deberían proteger. “Pedimos que hagan bien su trabajo haciéndolo nosotros y llevando eso afuera del barrio”, sostienen los poderosos. Las denuncias, anónimas, son registradas en planillas que llevan a la Fiscalía. La Procuraduría contra la Violencia Institucional (ProCuVin, bajo la órbita del Ministerio Público Fiscal) hace un seguimiento de los casos que lo requieran, porque “antes muchos casos se cajoneaban y nunca se trataban; ahora eso no es tan fácil”. Alejandra, una de las comunicadoras de la organización, suma funciones: “La casilla es también un ‘basta’ para que las fuerzas de seguridad dejen de discriminarnos, porque liberar la zona es un acto de discriminación. Si se hubiera tratado de otro barrio, seguro hubiesen intervenido para frenar el tiroteo que mató a Kevin”.
SI NOS ORGANIZAMOS
En Cildáñez, Julieta saluda a los vecinos que pasan y van dando o aceptando el permiso para pasar. En las paredes de la fachada del comedor quedan los restos de los afiches de la “Consulta Popular por la Urbanización”, que se realizó en 2013 en todas las villas porteñas. Participaron alrededor de 56 mil vecinos.
La casa de la hija de Julieta se transforma en comedor por las tardes, cuando las madres de 25 familias llegan a cocinar el alimento que ella recibió a la mañana fuera del barrio. Dentro de las ocho manzanas, el gobierno porteño sólo le deja alimentos al “comedor oficial”. “Estaba cansada de ver desde mi ventana cómo muchas compañeras se iban con sus tuppers vacíos, agachadas y humilladas, del comedor Manuelita Tortuga (administrado por la familia de Osvaldo “Chueco” Paez, hombre del PRO que recibe a Macri cuando se acerca para pasear por allí con figuras como Roger Waters). Ahora las familias que asisten al comedor no pueden mandar a sus chicos al jardín que funciona ahí porque los discriminan, les dicen piqueteros”, cuenta Julieta.
Cuando se trata de acceso a la salud, las cosas tampoco son fáciles. Llegar al hospital a la madrugada, sacar número, esperar horas, esperar otras horas si el documento indica que el paciente no nació en la Argentina. Por eso, Marcelina junto a otras compañeras se calzan los sábados los guantes y salen a golpear las puertas de sus vecinos en la 1-11-14, como promotoras de salud. Ellas se encargan de hacer exámenes preventivos para el Laboratorio Popular de Diagnóstico de Tuberculosis, que funciona en el Centro de Salud Comunitario del Movimiento Popular La Dignidad. El centro también funciona como casa de día para los jóvenes con problemas de adicciones. Cuenta con turnos cubiertos por médicos voluntarios semanalmente. “De cada manzana, al menos en diez o quince casas los chicos están con asma o bronquiolitis porque la humedad pasa por techos y paredes y los afecta”, diagnostica Marcelina.
Los problemas de salud y los ambientales tienen una íntima relación en las villas. Por eso, a pesar de los pocos recursos, muchos vecinos se cuidan. Optan por comprar bidones de agua y tener un dispenser en sus casas para evitar tomar de la red, que se mezcla con los fluidos del desagüe. Para bajar un poco esos costos, el Movimiento Popular La Dignidad consiguió un camión y organiza compras colectivas de bidones, con su reparto correspondiente. El mismo camión también reparte los alimentos y las garrafas sociales de la compra comunitaria que realizan periódicamente en el Mercado Central.
Fuente: NAN #18 (octubre-diciembre 2014). Conseguila en nuestra Tienda Virtual.