
Por Gabriel Patrono
A principio de los ‘90 tenía una sala de ensayo en el galpón de la fábrica de medias de mi papá, en San Justo, sobre la calle Almafuerte. Ahí ensayábamos con mi primera banda, Entre las Medias, y luego con una segunda formación, En El Borde. Una noche del ‘92, después de un ensayo, fuimos a comer a una pizzería cerca de la plaza de San Justo y ahí lo encontramos. Se había quedado dormido con la cabeza apoyada sobre una de las mesas del local, después de tomar un par de moscatos. Lo miré fijo y les dije a mis amigos: “Che, ¿ése no es Pajarito Zaguri?”. No estábamos seguros porque para esa época él llevaba bastante tiempo viviendo en Traslasierra. Mientras esperábamos que despierte, comenzamos a rodearlo, asombrados. Entonces, apenas abrió los ojos, le consultamos: “¿Vos sos Pajarito? Somos músicos de la zona. Tenemos una sala de ensayo acá cerca”. Esa noche se vino con nosotros y se quedó en mi casa por un mes.
Desde ese día, los ensayos duraron hasta cualquier hora. Obnubilados, esperábamos que en cualquier momento contara alguna anécdota con Moris o cualquiera de los músicos de los pósters que teníamos en la pared. En las noches, Pajarito cocinaba unos guisos increíbles y, en los días, cuando se quedaba en casa, solían tocar el timbre tipos del calibre de Black Amaya. “¿Cómo un tipo con tanta historia no tiene casa, no tiene manager o no tiene un carrera armada?”, se preguntaban sus amigos de los inicios del rock todo el tiempo. Él era así.
La tarde que Pajarito llegó a San Justo no tenía ni guitarra propia. Cualquier rockero al que le ocurriera algo similar estaría todo el tiempo mencionándolo, haciéndolo notar, pero para él no era importante porque sabía que entraba a un bar y alguien le prestaba una viola. Pájaro no estaba preocupado por ser un virtuoso sino por ser un creador, un atorrante, un caminador de lugares, un amigo de los amigos. “No tengo un plan”, decía; y repetía: “Yo me tomó el 146, pero si pasa el 51 también me lo tomó. No voy a ningún lado. No tengo a dónde ir más que al lugar donde la música continúa, donde vive la vida que quiero”. Entonces, te lo encontrabas en cualquier parte: zapando en bares de La Boca o San Telmo, en Tabaco o en el Guebara Bar.
El espíritu que tenía venía de la bohemia nocturna de su generación —palpable en Lito Nebbia, Javier Martínez, Miguel Abuelo y Moris—, de la poesía beatneak de mediados de los ‘50, momento en el que el rock dejó de ser un ritmo para transformarse en un movimiento cultural con una fuerte impronta contestaria. Ellos no tenían puntos de encuentro sino que caminaban un circuito en el que se encontraban y se quedaban componiendo, intercambiando libros, recitando poesía. La obra era una construcción colectiva que buscaba abrir los límites de la percepción y el conocimiento. No existía esa imagen del rockstar que se construyó después, con maquillador, vestuarista y chofer.
Durante los años ‘90, con Pajarito nos hicimos muy amigos. Lo ayudaba con las gacetillas de prensa, íbamos a la revista Pelo o al bar Babel en la Avenida Juan B. Justo, donde citaba a los músicos con los que conformaría la banda con la que grabó En el 2000 (también)…, ese recordado disco que sacó con una caja de pizza como estuche. El primer disco editado me lo regaló y, respetando su filosofía, se lo regalé a otro amigo.
En los últimos días que vivimos juntos, le había prestado una camisa verde y un pantalón. Pajarito tenía que dar un show de su repertorio rockero y blusero en un bar de San Telmo. Cuando llegué al lugar, lo vi en el escenario vestido con mi ropa. Esa fue una imagen muy linda, porque él era así: no manejaba los códigos convencionales. No hacía lo que supuestamente había que hacer (tener una carrera, grabar un disco cada dos años), pero todo lo encaraba con una intensidad que te rompía la cabeza. No tenía ropa ni guitarra ni un lugar donde dormir, pero para nada lo veía como un problema sino como parte de un camino a través del que iba construyendo su obra. Una cuestión hasta mesiánica: andar por el mundo y crear sin saber si lo que producía iba a ser depositado en un disco, pero con la certeza de permanecer y de hacer de su vida una experiencia.
La última vez que lo vi, Pajarito caminaba por Corrientes como si fuera el patio de su casa. Y lo era: todos lo saludaban, todos lo respetaban. Se lo veía sereno y contento. Lo seguí un par de cuadras nomás, no quise molestarlo, por miedo a que no se acordara de mí. Habían pasado unos 20 años. Para él seguro fueron ¡como 2000!
* Gestor cultural y uno de los fundadores de La Nave de los Sueños.
Fuente: NAN #17 (mayo-junio 2014). Conseguila en nuestra Tienda Virtual.