
Por Ana Laura Esperança
—Mi casa está tomada por los gatos —avisa la cantante y compositora Paula Maffia cuando abre la puerta–. Por si sos alérgica.
Uno salta la ventana del patio. Otro merodea la pieza. El tercero se acerca a oler. Es gris y lindo; se llama Vito. La casa de una de las integrantes más magnéticas de Las Taradas —la orquestina de señoritas que tocan música de los ‘30, ‘40 y ‘50, y que armó en 2011— es ahora un espacio copado por felinos que hacen sus gracias mientras ella prepara café.
Vito maúlla. “Callate”, le dice Maffia desde la cocina, la voz suave, cotidiana.
En el living hay una gran foto de Las Taradas: siete mujeres jóvenes tirando de una soga en direcciones opuestas. Están vestidas como marineras, Paula con zapatos de taco, los labios rojos. Se debaten a un lado y otro, y ella está en el medio. Pero, contrario a la escena caricaturesca de la imagen, en Las Taradas las biografías personales tiran en la misma dirección: el último 1 de mayo, estas trabajadoras hicieron su primer Teatro Vorterix. Montaron el espectáculo a sala llena y fue un show tremendo.
—Fue increíble —dice después—. Se llenó de gente hermosa que coreaba los temas y bailaba. Pasaron muchos invitados amigos. Tocamos en versión big band con vientos y percusión. ¡Una fiesta!
Ahora, la tarde cae en su casa de Villa Crespo. O Palermo Queen, como dice que se ha dado a llamar al barrio “en un afán de palermizar todo”. Vamos a hablar del disco que Las Taradas va a editar, del disco que ella va a editar con Paula Maffía Orgía, y de cómo la adoradora de gatos concibe la música, el conocimiento y la vida misma.
—Además de atravesar una etapa dorada con Las Taradas, hacés Paula Maffía Orgía. ¿Cómo surgió?
—Siempre tuve un proyecto solista: mi guitarra y yo. Pero nunca grabé. Casi todo el repertorio terminó bajo el rótulo de La Cosa Mostra (proyecto iniciado en 2006 junto a la guitarrista Lucy Patané, el bajista Santiago Mazzanti y el percusionista Pedro Bulgakov, hijo del reconocido compositor de música hindú Sergio Bulgakov). En un momento la banda se centró mucho en el rock y muchas composiciones no entraban. A esas sumé las que me gustaba tocar sola. Después de una etapa en que viajé mucho (a Europa, al interior, a Uruguay) me di cuenta de que no estaba difundiendo nada con mi nombre, sino a través de La Cosa Mostra. Tenía mucho público y movida, y cuando quería vender los discos, no tenía material que me representara en mi actualidad. Así que decidí armar una tercera banda: una que fuera Paula Maffia y banda. Como no había un número fijo pero sí más de tres músicos, se me ocurrió Orgía, que incluía un número cambiante y no tenía que dar explicaciones a nadie.
—¿Imaginás más fácil una banda más direccionada por vos?
—No, adoro lo horizontal. La explicación es porque se generaba confusión por el formato en que me mostraba. Era más claro poner mi nombre. Si no, aparecían preguntas del tipo: “¿Tocás sola? ¿Y la banda? ¿Y quién compone?” En cambio, tengo un proyecto solista con gente que me acompaña y la posibilidad de agregar músicos, cambiar la orquestación y no tener que cambiar de nombre a cada rato.
—¿Qué pasa hoy con La Cosa Mostra?
—No quiero dar un fin categórico pero por ahora, y fue decisión de los cuatro, está parada. Para mí fue un proyecto musical muy importante que terminó siendo una familia. Hasta teníamos nuestra casa, devenida (entre 2009 y 2010) en centro clandestino de arte, en La Boca: La Casa Mostra. Hablo de la época de la caza de brujas de los centros culturales. Una época muy importante en que trabajamos mucho juntos. Con Lucy armamos Las Taradas (2011) y eso desplazó un poco la atención de La Cosa Mostra. Las Taradas era más demandante, un boom. A La Cosa la veníamos llevando de espaldas con mucho esfuerzo; eran canciones en formato rock punk, para un público muy fiel y pilas pero más reducido. Las Taradas gustaba a todo el mundo, bastante. La Cosa Mostra tenía fanatismo más profundo pero en menor cantidad: nunca superamos las trescientas personas de público. Una banda más de culto.
—¿Qué se viene ahora?
—Se vienen dos discos nuevos. Por un lado, con Las Taradas, para agosto, septiembre. Por el otro, el disco de Paula Maffia Orgía, que ya empezamos a mezclar. Lo que todavía no sé es cómo lo voy a editar, si sola o con algún sello. Y es un discazo. Tiene once temas. Todos increíbles, ni uno de relleno.
“Todo ese fuego que sé que tengo sobre el escenario y me caracteriza, en un momento me quemaba. Cuando aprendí a controlar el fuego, me volví una persona caliente pero no ignífuga.”
—¿Armaste los temas de manera que puedas ir sola con el ukelele o la guitarra, o necesitás a los músicos para el vivo?
—Siempre compuse para salir a la batalla. Ahora me animé a componer desde la orquestación, las capas están mucho más trabajadas desde la instrumentación. Con La Cosa Mostra, las canciones eran para la banda pero las podía tocar perfectamente sola. Ahora que tengo un proyecto más para llevar a cuestas, estoy componiendo para mis músicas (las instrumentistas que la acompañan en Orgía) y digo: “Este tema no lo toco, porque si no tengo el solo de trompeta acá no me interesa”. Si no están ellas, prefiero no tocarlas. Prefiero tocar otras canciones, por ahí algunas de La Cosa que no descarto. Sigo tocando el repertorio; mucho de eso ya lo tenía antes (cuando tenía dieciocho y tocaba en un trío punk llamado Acéfala), de cuando era muy chica y punk.
De Paula Maffia se dijeron muchas cosas. Algunas referidas a su forma de cantar: su magnífica voz fue descrita como un caudal dotado tanto de potencia como de sensibilidad. Se la asoció a la cantautora inglesa PJ Harvey, a quien admira. Así como la forma en que hablamos nos define, la forma en que cantamos —si cantamos— hace otro tanto. La voz de Paula es colorida y sensible, pero a la vez escupe fuego. Un fuego líquido como lava, húmedo y femenino. Ella misma se ha reconocido como “una bestia sensible”.
—En algún punto, ¿te da miedo tu bestialidad?
—Me da miedo ser bestia. Me siento, y es un complejo que tuve toda la vida, demasiado torpe, bestia, grandota. Cuando era una nena de nueve años me sentía una osa. Después me fui amigando con eso. Me di cuenta de que la gente, pasando la pubertad, la adolescencia, me elegía y me quería, aun siendo una bestia. Ahí reafirmé mi bestialidad: cuando la empecé a manejar y dejó de imponerse. Antes me agarraban ataques de ira muy grandes y era muy torpe con el cuerpo. Todo ese fuego que sé que tengo sobre el escenario y me caracteriza, en un momento me quemaba. Cuando aprendí a controlar el fuego, me volví una persona caliente pero no ignífuga. Me empecé a sentir más cómoda conmigo misma, me relajé.
—Y ahora que controlás el fuego, ¿qué despierta a la bestia?
—La injusticia. No en el sentido de injusticia social; las pequeñas injusticias del cotidiano: hay cosas que me vuelven loca como los «no dichos» y los «sobreentendidos»; me angustian mucho. Me doy cuenta de que soy una persona sumamente paciente y conciliadora pero cuando me toman de boluda, y yo me dejo tomar de boluda, y lo hacen sobradamente, ahí quiebro y no hay vuelta. Cedo. Yo siempre cedo, me adapto. Nunca me impongo: voy por el “¿esto te deja feliz, te pone contenta? Dale, vamos”. Soy muy relajada. Pero cuando alguien se aprovecha de esto y me doy cuenta, ahí, grrr, la bestia. Todo mal. Y ya me cuesta dejarla ir. Tiene que pasar mucho tiempo para que me relaje.
—O dejás ir a la persona…
—Puede ser. Nunca quedé resentida. De alguna manera, siempre logré justificar el daño que pude haber sufrido: “bueno, esta persona no estaba en sus cabales o está con problemas”. No. No me aferro. Mando a cagar y ya está.
—Volviendo a este disco propio, tan anclado a la orquestación, ¿quiénes te acompañan?
—En batería y percusión, Carla Nicastro. Gracias a ella armé la banda porque no estaba del todo convencida, estaba un poco con el corazón roto. No habíamos continuado con La Cosa Mostra y yo estaba “no, basta, no quiero otro fracaso amoroso con una banda”. Carla me decía: “Dale, vamos a tocar. Me encantan tus canciones”. Un día, tocando juntas a guitarra y cajón en El Tigre, las hicimos y estuvo buenísimo. Después llamamos a Clara Testado, la bajista. Y a Natalia Sabater en acordeón. Ella había sido alumna mía en un taller de canto; me pareció una piba encantadora, una jovencita ultratalentosa que además es filósofa. Me partió el bocho. Y sumamos también a Lux (Marina) Pérez en trompeta y corno. Y con ella la banda se terminó de convertir en orquesta, porque el corno… Bueno, imaginate. Después tenemos músicos volantes que vienen a tocar, muy queridos.

—Lo que faltaría es definir sello. ¿Alguno en mente?
—Tengo un par de sellos con los que quiero contactarme pero no quiero quemarme. Si querés, publicá que estoy en busca de cita con sellos. sí, sí, ponelo (risas). Estoy buscando un sello galante que venga y diga: “Bebé, te voy a dar lo que necesites”. Ahí sí.
—En la búsqueda romántica de un sello…
—Ja, sí. Sí, de acá, de afuera, de donde sea.
—¿Qué cambios detectás en la escena independiente desde tus comienzos?
—Desde que arranqué, hace casi quince años, en 2000, todo mejoró. No hay nada por lo que pueda decir “en el 2000 era mejor”. No: era una bosta. Empecé un poco antes de la masacre de Cromañón, porque no fue una tragedia, fue una masacre. Me acuerdo de estar tocando con mi banda, Acéfala, en un lugar que se llamaba Las Grutas, un antro en Avenida Mitre y Triunvirato. Había tormenta, caía agua por todos lados, y había doscientas personas donde entraban noventa, y tocábamos cinco bandas en una noche. La entrada salía cuatro pesos y te daban un vaso de cerveza de litro. Éramos todos pendejos. Al lugar lo manejaba un tipo que lo atendía con su mamá. Eran unos equipos de mierda. Podría haberse prendido fuego todo. Había una inconsciencia enorme. Igual, a pesar del estado calamitoso, no pasaban accidentes; pero no se contemplaba la seguridad. Y después estaba el bolichero nefasto y tocábamos en lugares que eran fábricas de bandas, como alquilar un turno. Se cobraba la entrada a cada hora.
—¿Y ahora?
—Mucho mejor. Tocar en centros culturales donde sé que la plata va a ser reinvertida en la cultura está bueno. No la van a gastar en merca. Antes sabías que al boliche nunca iba destinado el dinero. Tocabas en esos lugares y seguían en el mismo estado. No crecían. Me cierra mucho más un lugar que arme talleres, movidas culturales. Los manejan artistas, no bolicheros. Se genera un cruce de disciplinas muy enriquecedor. Me parece que la masacre de Cromañón nos abrió los ojos: hizo que nos diéramos cuenta de nuestra responsabilidad como público, como técnicos, como músicos. La responsabilidad que tenemos al gestar. Además se generó una escena fértil para los músicos y, en cierta manera, estamos compitiendo con nosotros mismos. Hay veces que quiero ir a escuchar a alguien y de repente no puedo porque toco la misma fecha. La mayoría de los músicos tenemos a lo mejor cuatro, cinco proyectos. Es una observación. Qué se yo: el otro día tocaba Kevin Johansen en el Lolapallooza y yo quería ir pero justo tocaba, y así. Me pasa que por ahí toco y el show está buenísimo y no puedo creer que, con toda la oferta, haya habido gente. Me parece genial que esta ciudad tan grande nos abastezca a todos. La verdad, me encantaría desdoblarme y estar viendo un show.
—¿Cómo estuvo el show de Las Taradas en el Encuentro Federal de la Palabra por el 24 de marzo?
—Increíble. Tocamos “canciones prohibidas”, censuradas durante la dictadura, algunas locales, algunas de afuera. Nosotras, una de Yoko Ono y Lennon muy dulce y sencilla que fue censurada porque tenía gemidos: “Kiss, Kiss, Kiss”. Fue grabada a finales de los ‘70, medio new wave, y después ella la revalorizó en un discazo que se llama Yes, I am a witch (2007), en una versión con Peaches (compositora electroclash canadiense).
Lo había anticipado: la llaman de una radio para hacerle “una entrevista breve, de cinco minutos”. Ante una pregunta que habría que reconstruir, responde al periodista que “su vida es una mezcla en la que a veces le cuesta identificar dónde está ganando dinero” y que trabaja tanto porque es “una enferma de la cabeza que no puede parar”.
“No tengo un discurso político armado a la hora de tocar. Sí en los intertextos, entre canción y canción, y desde donde me muevo puedo convocar una lucha.”
—El feminismo que profesás no se escucha tanto en tus canciones. ¿Cómo lo integrás?
—Mi praxis feminista es del día a día. Mi postura frente al mundo, a los hombres, a otras mujeres, frente a lo que la sociedad me pide y estoy dispuesta a darle. Frente a lo que quiero y no quiero cambiar. No tengo un discurso político armado a la hora de tocar. Sí en los intertextos, entre canción y canción, y desde donde me muevo puedo convocar una lucha. Pero no compongo canciones de protesta. Es un género que dejo a otras personas que tengan más ganas de protestar con su música. Yo prefiero escribir sobre otros temas que me atormentan. Prefiero cargarme la praxis en el día a día. Mi militancia feminista y en la diversidad sexual es en el cotidiano. Por lo menos por ahora no me dieron ganas de escribir una canción sobre el feminicidio, sobre el acoso, las desigualdades. Sí, soy honesta, no callo nada: se me permea en las canciones. Le canto a la gente, que son mis amantes, le canto a la desigualdad, pero no hablo de eso puntualmente. Está sugerido pero no enarbolo una bandera. Esa bandera la flameo a diario: al ir a la verdulería, tener una charla pequeña con el verdulero y decirle “no, no me parece que haya sido por cómo estaba vestida, considero que tal cosa” en vez de decirle “sí, sí, sí”. La calle es un espacio de lucha.
—¿Qué te atormenta?
—Los vínculos con las personas. Muchas de mis canciones hablan de cosas que yo misma no termino de entender. Y pasados dos o tres años las escucho y siento que me cuentan algo, y me digo “ah, mirá cómo con esta canción había resuelto algo que en mi mente y en mi corazón está terminando de dar una vuelta de tuerca ahora”.
Paula habla y su tono tiene esta particularidad: suave y arrollador. Va hacia adelante de manera definitiva. Así también su pensamiento híper creativo. Dice que, aunque le encanta estudiar (es muy lectora, sobre todo de humanística) y siempre “se enferma” con algún autor (ahora está con J.M. Coeztee, el escritor sudafricano que recientemente estuvo en Buenos Aires; antes con la poeta Silvia Plath, con Roberto Bolaño) le cuesta dejar quietos tanto cuerpo como mente: todo le genera una autopista para despegar. Estudió Antropología en la UBA pero no terminó. Alberga la fantasía de retomar en Filosofía.
—¿Sentís que te sobrepasa la creatividad, que va más allá de tu poder de concreción?
—Sí, y lo sufrí siempre un poco, me vuelve muy mala estudiante. No me puedo concentrar. Cuando estudiaba en el conservatorio me costaba porque no tengo temperamento de músico intérprete que puede tocar y destacarse con su estudio. Me distraigo. Me pongo a estudiar una sonata y de repente algo me lleva a otra cosa.
—Te gusta lo social, el dibujo y la música. ¿Integrás las tres cosas?
—Sí. No logré todavía hacer una súper conexión. El dibujo y la música han ido muy de la mano en la medida que hice el arte e ilustré todos mis discos de La Cosa Mostra y Las Taradas, y el de La Orgía también. Toda esa mirada desde la imagen la aplico mucho a la música. Diseñé flyers, logos. Y luego la ciencia, un lugar de reflexión y creación de ideas que llevo a mis canciones. Leer filosofía me dispara un montón de interrogantes que me mueven a escribir canciones a rolete. Lo mismo los relatos, las leyendas.
Vito sigue su plácido runrún. El look de pelo tupido y enrulado de Paula y los delicados lentes que tiene puestos hacen que parezca una mezcla de loba guerrera con intelectual. Otra vez opera el binomio bestia-sensible. Y entonces su naturaleza de fuego emerge tan íntegra y misteriosa como parte de los mitos y leyendas populares que de chica tanto la atrapaban y que ella finalmente cazó como una loba, casi de manera inconsciente, para sus canciones.