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Ricardo Romero: “Espero no perder nunca la capacidad de asombro”.-

El autor paranaense es uno de los fundadores del Quinteto de la Muerte, editor del sello Gárgola, licenciado en Letras Modernas y autor de dos novelas y un libro de cuentos. En esta entrevista, admite que su rabdomancia literaria es el “errar”, en tanto vagar y en tanto equivocarse; destaca la importancia de la cotidaneidad amistosa y amorosa para salir del vértigo de la escritura, y concluye que “lo que cansa es tomarse demasiado en serio”.

Por Valeria Tentoni
Fotografía gentileza de Magalí Flaks

Buenos Aires, junio 4 (Agencia NAN-2009).‑ Es un joven escritor entrerriano que ya entregó tres libros a las imprentas y a los lectores. Pero su vínculo con las letras no termina en los libros, ya que es integrante del Quinteto de la Muerte, junto a Federico Levín, Ignacio Molina, Facundo Gorostiza y Lucas Funes Oliveira: un grupo de lectura de gran repercusión en los centros culturales y bares porteños. En esos encuentros, se arremangan para cocinar “guisos de guerra” que reparten entre el público que llega temprano. Y como editor del sello Gárgola, dirige la colección «Laura Palmer no ha muerto». “Mi escritura se alimentó de la experiencia de la misma manera que se ha alimentado de todo lo que me ha tocado vivir”, confío Ricardo Romero a Agencia NAN. Clase 76, nació en la ciudad de Paraná y es licenciado en Letras Modernas. En 2002, se radicó en Buenos Aires y al siguiente publicó su primera novela, Ninguna parte. Luego, dirigió la revista literaria Oliverio. En 2006, publicó el libro de cuentos Tantas noches como sean necesarias; y en 2008 su segunda novela, El síndrome de Rasputín.

–¿Cómo fue el proceso de escritura de tu primera novela?
–Va a sonar a sanata, y medio sanata debe ser, pero yo lo recuerdo así. En un viaje al Sur de mochilero, en un cuadernito azul de tapa dura, escribí el primer borrador. Iba de estación de servicio en estación de servicio, hablando casi nada, muy metido en lo que estaba haciendo. Era la primera vez que lograba avanzar así ante mis dudas, a partir de la imagen de un tipo en un taxi en el medio de la Patagonia, abandonado por el taxista. La considero una novela ontológicamente autobiográfica. Estaba más perdido que perro en cancha de bochas.

–Esa novela logra, como muchos de tus cuentos de Tantas noches…, describir la soledad con una nitidez notable. ¿De alguna manera, El síndrome de Rasputín –en la que un grupo de personas con tics se unen y se asisten mutuamente–, es la venganza de los solitarios? ¿Por qué la soledad es un elemento con tanta presencia en tu obra?
— Me encantó, no lo había pensado así, pero sí, es “la venganza de los solitarios”. Igual creo que en Tantas noches como sean necesarias la soledad de los personajes es una revancha también, en un mundo en el que no parece haber lugar para ellos: los personajes están tan ensimismados que hacen de la soledad otra cosa, algo mágico y poderoso. A ellos el hechizo de su soledad los define y los salva; perdiéndolos, claro. Respecto a lo que decís sobre la soledad en mis textos, creo que es el punto de partida: sólo desde esa soledad que está en nuestra naturaleza (la pertenencia a la intemperie, como diría Enrique Molina) podemos empezar a apropiarnos de alguna parte, ínfima, irrisoria, del mundo. La soledad nos vuelve honestos, no hay a quién engañar, porque incluso cuando uno se engaña a sí mismo necesita de los otros para que el engaño funcione. Otra vez Enrique Molina, que se refiere a “nuestro desamparo en la corriente”; y desde ahí amar, construir una historia precaria para habitar con uno y con los demás. Cada vez estoy más convencido de que sobre lo que yo quiero escribir es sobre el amor y sus caprichosas formas de encarnarse en personas, objetos, miedos e ideas, porque podemos amar tantas cosas… La soledad está devaluada, me parece, porque es peligrosa para los intereses utilitaristas que rigen nuestra sociedad. Uno nunca sabe adónde la soledad puede llevarlo. El problema no es la soledad, sino lo que cada uno hace con ella.

–Tu prosa está muy trabajada, con giros y relieves; ¿cómo fuiste encontrando tu estilo?
–Tengo un pequeño texto escrito que se llama «Elogio del errar», errar de vagabundear y errar de caer en el error. Digamos que ésa ha sido mi rabdomancia literaria. ¿Se puede hablar de escribir bien? Creo que las normativas son peligrosas y mezquinas. Un estilo es la forma pulida que uno puede darle a los vicios, a los caprichos que uno tiene con la palabra. Por otra parte, no creo haber encontrado un estilo: cada historia tiene su respiración, su ritmo, y uno tiene que respetar eso. Si hay continuidad estilística quiere decir entonces que uno encontró las historias que quiere contar, porque una cosa es inseparable de la otra. No entiendo las discusiones sobre forma y contenido.

–¿Cómo se inserta tu obra en una contemporaneidad literaria argentina que propone ritmos más ágiles, más coloquiales, y desdeña, de algún modo, el trabajo de orfebre que se ve en tus textos?
–Antes que nada, gracias por lo de orfebre. Después, la verdad no me siento desdeñado, aunque tal vez sea porque no presto demasiada atención. Si mis libros se insertan en algún lado, es más o menos al final de la letra R en los estantes de las librerías. Pero hablando en serio, lo que sí me inquieta, me produce malestar, son las definiciones arbitrarias de cómo o de qué se escribe o se tiene que escribir, sean definiciones que tengan que ver con lo que yo hago o sean exactamente lo contrario. Pero estoy tranquilo: hay lectores para todos y yo no soy muy ambicioso. Lo único que espero es nunca perder la capacidad de asombro.

–Trabajás como editor, dirigiste una revista literaria (Oliverio), sos parte del Quinteto de la Muerte. Se podría decir que toda tu existencia está empapada en letras. ¿Cómo te llevás con eso? ¿Hay un punto de saturación o no?
–Me llevo muy bien. Por supuesto que saturación hay, pero eso se arregla con un par de capítulos de Dr. House, una caminata con tu novia, una charla tonta con amigos inteligentes, un asado y un buen vino, y la certeza constante de que no hay que tomarse demasiado en serio. Porque en realidad, eso es lo que cansa: tomarse demasiado en serio.

–¿A qué libros volvés? ¿Cuales son tus relecturas?
–Por ahora sigo inclinándome hacia lo no leído, aunque reconozco que cada vez más intento encontrar en lo no leído algo de lo leído. Son los años, dicen. Pero creo que no sólo busco a Onetti o Faulkner, a Conrad, Arlt o Soriano, a Simenon o Chandler, sino a quién era yo cuando los leí por primera vez. Esa capacidad casi atlética de deslumbramiento que se tiene a los veinte años y que es una de las formas más acabadas de la felicidad, no sólo con los libros, claro: están las mujeres, está la amistad.

–¿Qué autores contemporáneos leés?
–Uf… son muchos: Roberto Bolaño, Mario Levrero, Steven Millhauser, M. John Harrison han escrito libros que me han hecho muy feliz, como en las “viejas épocas”. Más cercanos a mí, Pedro Mairal y Pablo Ramos me parecen dos grandes escritores. Y más cercanos todavía, mis compañeros del Quinteto, que no sólo son amigos sino también grandes escritores que disfruto mucho y de los que aprendo constantemente: Ignacio Molina y esa idea entre democrática y anarquista de que cualquier acontecimiento puede ser narrado, Lucas “Funes” Oliveira y su búsqueda vital siempre encarnada en cada cosa que escribe, y el endemoniado Levín, que seguro en mi lecho de muerte me traerá uno de sus maravillosas historias para que yo crea que todavía tengo veinte años). Y la lista es larga, sigue. Pero voy a nombrar a dos más: Oliverio Coelho y Daniel Krupa.

–¿Cómo te iniciaste en el vínculo con la literatura? ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?
–No estoy seguro de en qué momento se me ocurrió que quería ser escritor, sin saber muy bien lo que eso significaba (tampoco estoy seguro de saberlo ahora) pero sí puedo verme jugando a escribir antes de saber hacerlo, haciendo garabatos tipo electrocardiogramas, la famosa letra de médico. Pero el principio, claro, es la lectura. Mi santa madre y mi viejo siempre me acompañaron en esto. Mis primeras lecturas fueron de los libros de las colecciones «Elige tu propia aventura» y «Robin Hood», y los de la biblioteca Billiken. No me acuerdo exactamente la edad, pero alrededor de los ocho o nueve años mi viejo viajaba seguido a Buenos Aires por trabajo, y cuando volvía siempre me traía un libro: Verne, Salgari, los de la saga de Tom Sawyer. Al poco tiempo apareció Sherlock Holmes y las novelas policiales como El misterio del cuarto amarillo, de Leroux, que recuerdo haber leído en un día porque la compañera que me lo había prestado lo tenía que devolver a la biblioteca. ¡Qué maravilla de día! Lo siguiente, en la adolescencia, fue la colección de literatura argentina del Centro Editor de América Latina que mi viejo le compraba a una viejita en el banco donde trabajaba. Plena adolescencia y un descubrimiento tras otro: Pizarnik, Abelardo Castillo, Conti, Daniel Moyano, Di Benedetto… Desde ahí ya no hubo arreglo posible.

–¿En qué modo influyó tu carrera (Letras Modernas) en tu manera de escribir, si es que en alguna? ¿Y en tu manera de leer?
–La carrera me ayudó a organizar mis lecturas entre los 18 y los 24 años: hay tanto y era tanta la voracidad que se hacía difícil saber por dónde empezar. El año que hacía literatura francesa, leía literatura francesa, aunque no sólo lo que estaba en el programa. No me ayudó mucho más que eso, salvo por la gente que conocí, lo más valioso. Respecto a mi manera de escribir, en la carrera no le daban mucha importancia a la escritura propia, al contrario. Al principio me escandalicé pero después entendí que estaba bien así. No tengo un conflicto con la carrera, me sirvió más que nada para cuestiones laborales. Mi escritura se alimentó de la experiencia de la misma manera que se ha alimentado de todo lo que me ha tocado vivir. Y es insaciable, por suerte.