
Por Luis Paz
Fotografía gentileza de Página/12
Buenos Aires, agosto 28 (Agencia NAN-2009).- Un quiebre no es una rotura. Basta consultar a cualquier traumatólogo o afinar la vista frente a cada aparición espectral de los resabios de la noche con el humo más amargo en la historia del rock argentino: un pucho prendido en el Gran Rex, una bengala en el último show de Oasis, una “simple” estrellita en una fiesta, toda la pirotecnia de la Navidad por venir. Cada chispa que se aviva en torno del rock y de cualquier expresión de esta sociedad es –o debiera ser– una advertencia que recuerda que con Cromañón hubo un quiebre. Y aunque al parecer no alcance aún el ejemplo de aquel show fatídico, el dolor por las muertes y heridas insanables ni los vaivenes del espectáculo judicial para provocar una rotura con esas prácticas de las que los responsables somos todos –por desidia, cinismo o afán de lucro, por la simple pero a veces tan peligrosa inocencia y también por la más compleja ignorancia– es esencial la puesta en análisis de los micro quiebres culturales originados en el incendio del boliche de Once para redefinir teórica y prácticamente un nuevo modelo de relaciones sociales. Primero, en lo particular, el rock. Pero luego en todos los campos.
Hace menos de diez días, el Tribunal Oral en lo Criminal número 24 de la Ciudad de Buenos Aires condenó a 20 años de prisión a Omar Chabán, gerenciador de los locales nocturnos República Cromañón y Cemento, por considerarlo “coautor penalmente responsable del delito de incendio doloso calificado, por haber causado la muerte de 193 personas y lesiones a por lo menos 1432”; y a 18 al manager de Callejeros, Diego Argañaraz, y al subcomisario Carlos Díaz, ambos hallados “partícipes necesarios del delito de incendio doloso calificado y cohecho activo”. Fabiana Fiszbin y Ana Fernández fueron penadas con dos años de prisión por incumplimiento de sus deberes como funcionarias públicas; y Raúl Villareal, mano derecha de Chabán, con un año por haber sido partícipe secundario del cohecho, aunque fuera exculpado por el incendio doloso. Los músicos de Callejeros, la banda que daba un recital en Cromañón la noche del 30 de diciembre de 2004, fueron absueltos por el “beneficio de la duda”.
El análisis jurídico no le compete a Agencia NAN ni es facultad de este periodista realizar otra interpretación del fallo del TOC 24, lo que oportunamente deberá ocurrir, de todos modos, en la instancia de las apelaciones. Pero sí es necesario atender a este hecho, que no es uno aislado sino otro en una serie de sucesos atravesados por ciertas prácticas ilegales compartidas entre funcionarios públicos y espacios privados. Prácticas que aún siguen vigentes, sin que esto sea algo para lamentar, sino más bien contra lo que alzar la voz. Porque el terreno más macro hacia el que se puede llevar lo ocurrido en Cromañón es el de la cultura, esa fenomenología de las relaciones que se tejen en una sociedad. Y una sociedad que en lugar de ocupar (en el sentido territorial) y ocuparse (en tanto tema de interés) de lo que sucede cuando las luces se van, es una sociedad oscurantista, una sociedad mítica cuando no mitológica. Una sociedad primitiva.
Lo que sigue son simplemente puertas abiertas a la reflexión. Porque Cromañón ya demostró que una puerta cerrada sólo lleva a la asfixia.
Cromañón y la solidaridad
Lo que distingue a las sociedades modernas de las primitivas es su funcionamiento orgánico más que mecánico. En ellas actúan dos tipos de vínculos: de solidaridad y de competencia, según el modelo económico e ideológico que intenta dominar a los demás. Entender la solidaridad de quien abraza la causa de familiares, amigos y sobrevivientes como la de quien dona ropa a una iglesia es estúpido.
Los lazos solidarios se tienden también, pero no siempre, desde otra lógica: el cooperativismo, que en este caso se aplica a la necesidad básica, urgente e insatisfecha de paliar la inseguridad más real y, a la vez, escondida: frente al debilitamiento de las estructuras del Estado, al deterioro de la “buena fe” de los que trabajan haciendo política y a la corrupción de lo privado (boliches o kioscos, con distintos grados de peligro, valen lo mismo), el pueblo se organiza, reúne y ayuda. Hermanarse en el dolor, o al menos en el reclamo, con los que sobreviven como pueden en la era d.C. (después de Cromañón) es hacerse parte y cargo de aquella necesidad de justicia social completa, es salir a buscar que “nunca más” sea “nunca más” y denunciar que “que se vayan todos” y que el depuesto jefe de Gobierno de la era a.C., Aníbal Ibarra, puje desde una banca congresal es una completa contradicción ética de esta república.
¿Cuándo fue, entonces, que aquella solidaridad de los pibes que entraron y salieron del boliche que funcionaba en la esquina de la Plaza Miserere, en la misma fortaleza inmueble de la estación ferroviaria, se convirtió en esta competencia de tribuna, con papelitos y todo, contra padres y otros pibes que sí la pudieron contar y que, de todos modos, quieren contarla con lo más chico que les queda: con la convicción de que sirvió para algo más que para una guerra de víctimas contra víctimas, de empobrecidos de protección contra empobrecidos de protección? ¿Cuándo?
Cromañón y la comunicación
Ayer por la tarde, la presidenta Cristina Fernández anunció el envío al Congreso del proyecto de la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que, diputados y senadores mediante, podría reemplazar a la actual, sancionada mediante un decreto ilegítimo de la última dictadura. En su discurso, invitó a entender a la “libertad de expresión” en su correcta acepción, y no como “libertad de extorsión”. Pero tampoco puede confundirse con “libertad de encubrimiento”, del mismo modo que el “derecho a la información” no está en la posibilidad de los medios de publicar lo que les venga en gana, sino en la posibilidad de acceso a informaciones sociales de los que en verdad la precisan para tomar decisiones. Esa necesidad es de los pueblos y es básica.
En algunos medios, Cromañón no llegó a tener el estatuto de información sensible, en ningún plano: no tuvo sensibilidad su presentación, pero tampoco se le aplicó un sentido a lo ocurrido. En todo caso, los sentidos aplicados intentaron ocultar más que ser una instancia de validación, verificación o discusión de criterios comunicacionales, de un modo similar al que se usó para culpar a “la crisis” de haber causado “dos nuevas muertes” desde la tapa del mayor matutino.
La crisis como asesina en ese caso; o la “tragedia” como causa, y no la policía, los funcionarios, los dueños de un boliche o la banda que entró las armas, en el que aquí nos ocupa, es una resolución mitológica que da cuerpo a algo que no lo tiene (¿quién ha tocado una crisis, aunque se pueda oler desde lejos la “tragedia” de Cromañón?), una solución mágica primitiva, que nada tiene que ver con los cantos a la lluvia debidamente argumentados en las culturas nativas, sino con el ocultamiento de la real causa. Llamar a eso “libertad de expresión” equivale a considerar a Cromañón una “tragedia”. Y lo ocurrido en Cromañón fue una masacre.
Lo demuestra el fallo judicial: hay responsabilidades sobre lo ocurrido porque preexistió el conocimiento de la posibilidad del incendio. Es repetitivo decir que “cualquiera que haya ido a un recital de rock sabía que eso podía pasar en Cromañón o en cualquier otro lugar”. Pero no deja de ser cierto. La inacción de unos a cambio de un sobre, el achanchamiento de otros por la inexistencia de controles y la falta de atención de los últimos a la hora de elegir dónde ir, dónde tocar y dónde encender pirotecnia convivieron sin visibilidad hasta que estallaron esa noche.
¿Hacer de eso un talk show no es peor que hacerlo objeto de reflexión, análisis y debate? ¿Convertirlo en espectáculo no es olvidar la función primordial de la comunicación periodística, que es la exposición de cuestiones sin maquillajes, nunca de perfil sino bien de frente? ¿Llamar “tragedia” a lo evitable no equivale a culpar a un tsunami de una “masacre”? ¿No es desidia también obviar el análisis cultural porque requiere de mayor producción que una cobertura judicial que puede realizarse con una gacetilla del Ministerio de Justicia? ¿Por qué Cromañón no se hace discurso social ni académico por fuera del progresismo? ¿Por qué no se comunica lo que en verdad significa la figura del “dolo” por fuera de ser un agravante para las penas? ¿Por qué?
Cromañón y la cuestión de clase
Cromañón también aparece como arena de la lucha de clases, en dos sentidos.
Uno es demasiado estúpido (porque aunque la idea original haya sido escribir “ingenuo” para no herir susceptibilidades, ingenuidad y estupidez son cuestiones distintas). Y su estupidez radica en el desacato como estandarte de la pertenencia a la clase rockera: el bengaleo, el “Luca no se murió, que se muera Cerati la puta madre que lo parió”, el “no tenés aguante” y el falso aguante propuesto en usar un jogging en lugar de un oxford, las piñas y no el pogo bailado como práctica definitoria, la credibilidad de barrio y las idolatrías de barro, la mugre y la furia, las “caretas”.
El verdadero e importante sentido clasista es otro. Y el reclamo legítimo es otro. La brecha de la desigualdad es la misma que en el campo económico y puede también mensurarse. Siempre será más probable el incendio de una villa que el de un country. Siempre fue más fácil que ocurriera un incendio en Cromañón a que pasara en el Teatro Colón. El rock es un ambiente que sobrevive en la pobreza mientras sus organizadores se enriquecen. El rock está lleno de fetichismos, tótems y mercancías, de relaciones de producción alienantes que persisten en el maniqueísmo.
El alimento… el hambre… esa otra gran falencia que es “falla” en el sistema y “falta” en sus engranajes, es homologable aquí a otra insatisfacción. Y eso convierte a Cromañón en arena de la lucha de clases. Y lleva a los que están de este lado de la línea de pobreza de garantías y del mismo de la indigencia de espacios de expresión a deber reclamar por lo que el Estado les debe.
¿Con qué cara se esquiva la responsabilidad de asegurar la seguridad del pueblo de una Nación por tratarse de un espacio de rock? ¿Desde cuándo un lugar limpio y seguro debe ser “careta”? ¿Cuántos billetes en un sobre equivalen a una puerta cerrada? ¿Cuánto más cuesta un megaespacio cultural público que una campaña legislativa? ¿Cuánto falta para entender que también existe la desposesión cultural? ¿Cuántos dirían que el rock se bajó los pantalones frente al Estado por pedir lugares tan dignos como los de las artes nobles? ¿Cuántos estúpidos? ¿Cuántos?
Cromañón y la noche
En una entrevista realizada a Oscar Castelluci hace un año y medio, el padre de Martín (el pibe que fue asesinado a golpes por un patovica del boliche La Casona, de Lanús) consideró ante quien escribe que “los jóvenes buscan la libertad en la noche, porque creen que así se escapan de los adultos” y enfatizó que “en lo que no reparan es que la noche está regulada por adultos”. Es yermo, también, intentar destruir esa frontera entre jóvenes y adultos. La diferencia existe, para beneficio de unos y de otros. Decir que un rasgo distintivo de la juventud es su inconciencia es una herencia aristotélica, pero abandonarlos a la suerte de esa inconciencia es una hijoputez.
“Andar en la noche es andar en cosas raras”; “esa cara no es de dormido, es de falopero”; “el rock no tiene reglas”; “la noche tiene sus códigos”. Las frases hechas deberían, al fin, quedar hechas mierda. El prohibicionismo jamás ganó nada, para ningún pueblo, excepto el tráfico. Pero el reduccionismo de daños es esencial: primero, entendiendo que noche y día no son dos caras de una moneda sino un continuo enlazado por la vida y la posibilidad de seguir viviendo, contra lo que esencialmente atentó Cromañón; luego, que en la oscuridad se ve menos; y más tarde, que el anarcojuvenilismo de putear a un padre o a un jefe no da más chapa que pararse a discutir de igual a igual y reclamar a quienes tienen la obligación moral (el Estado), gerencial (dueños de bares, boliches y rockerías) y laboral (patovicas y barmans) de atender a las necesidades de los que por cinco o seis horas cada día del fin de semana son sus protegidos.
¿Por qué se corta el agua en los baños de los boliches? ¿Por qué se culpa de la violencia propia a un pibe que “estaba borracho”? ¿Por qué sabiendo que la juventud “no tiene conciencia” se la incita a seguir perdiéndola mediante la discriminación, el patoterismo y la provocación? ¿Por qué una protesta estudiantil son “pendejos que no quieren estudiar” y no pibes preocupados por estudiar mejor y más seguro? ¿Por qué se oculta en la “imposibilidad de controlar” a diez mil asistentes a un recital a la incapacidad de los adultos de ofrecerles garantías?¿Por qué los jóvenes nunca tienen la razón? ¿Por qué nos callan? ¿Por qué?
Cromañón y el fin de la década
Cromañón es un hito (y una masacre) fundamental para comprender la década menguante, comenzada entre represiones y confiscaciones al pueblo, persecuciones oficiales (y paraoficiales) a los militantes de la cultura –lo mismo que sigue ocurriendo en la Ciudad de Buenos Aires– y una reformulación de los modos de intercambio social, comercial y artístico. Una década que acaba con algunos de esos modelos (los que ocurrieron en la superficie social) desmembrados y otros (originados en las bases) fortalecidos, con un castigo incluso más furibundo a la juventud (narcótica o no) y con una sentencia judicial que no conforma prácticamente a nadie. Una década que en el pico de su pedo fue el contexto para que 193 pibes dejaran de cantar canciones.
Cromañón fue una república que se vino abajo, y es una figura equiparable a esa otra república más inclusiva, Argentina, que se vino abajo en 2001 y renació de sus cenizas mediante la regeneración de los lazos solidarios, la discusión de los discursos y sentidos sociales presentados (y maquillados) por los grandes grupos multimediales de la comunicación, por el renacimiento de la cuestión de clase como estandarte de lucha en pos del progreso para todos y no sólo para algunos, por una toma (mínimamente) mayor de conciencia por parte de los jóvenes de lo que significan el día y la noche, por la condena parajudicial del pueblo a sus representantes en el Gobierno, y por la aparición de análisis genuinos y no simple revisionismo de nuestra historia.
Estas cenizas, las de Cromañón, están tan llenas de dolor, angustia y muerte que difícilmente sirvan siquiera de abono para esta tierra de apariencia yerma que es la cultura que se resiste a ser sitiada por particulares, expropiada por los capitales y reprimida por las autoridades. Pero existen dos aves asociadas a las tragedias: las carroñeras que hacen de esas cenizas su alimento y el Fénix que de ella renace con renovado brío. Lo importante aquí es desplegar alas para abrazar la tolerancia y tratar de agudizar la mirada como el águila, para no volver a caer en el peligro.
Al menos 193 gargantas nunca más podrán corear una canción. Las que aún tenemos esa suerte debemos entonces ocuparnos de que el mismo disco no siga girando, asesino, ni una vuelta más.