“Chango, después pasame esa letra para que le ponga música”, dice Pachi Herrera, en la vereda de la peña La Salamanca, mientras intenta en vano que los rayos de sol no estallen en su cara. “Meta, meta”, dice, cortito pero seguro, el cordobés José Luis Aguirre. Son las siete de la mañana de un 30 de enero de 2016 y las calles de Cosquín se vuelven a poblar de almas en busca de algo más. No es que el día haya arrancado temprano, es que en épocas de festival esta ciudad cordobesa no descansa. O sea, son las siete y nadie durmió. Un rato de charla en la vereda y de pronto se genera un silencio. No hace falta decir nada. De manera casi automática, la tropa se encamina derechito al patio de la Pirincha, el único lugar abierto cuando las peñas, bares y boliches se dieron por vencido. En lo de la “Piri”, el que tiene ganas pela una guitarra y toca lo que quiere, sin amplificaciones, cámaras ni escenarios. O comparte una poesía, un chiste o un baile. A partir de las 10, ya se activarán los conciertos a la vera del río, por la tarde los guitarreros y cantores coparán la avenida San Martín, a la noche se encenderá una nueva luna televisada en la Plaza Próspero Molina y el circuito de peñas volverá a comenzar. Una especie de semiosis infinita de folklore durante nueve noches. No hay cuerpo que aguante. O sí.
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El pequeño Patricio nació en San Salvador de Jujuy y se crió en el barrio Los Perales. De padre pediatra y madre maestra, él y sus hermanos varones van todas las semanas a la tradicional peluquería de los hermanos Chañi. No es que el pelo les crece demasiado rápido, el asunto es que el lugar esconde un tesoro: un taller gratuito de música. Amaranto Chañi, reconocido maestro de vientos, charango y guitarra, sigue con atención la inquietud musical de Patricio. Pachi, como lo llaman amigos y familiares, asiste al taller con su guitarra, pero el instrumento que realmente lo entusiasma es el charango. Uno de sus compañeritos tiene uno y se lo presta todas las clases. Y, con apenas 11 años, Pachi siente que se le abre un nuevo mundo. Una tarde, Amaranto toma nota de las aptitudes del niño y se acerca al consultorio de su padre.
—Doctor, si usted quiere le puedo vender este charango para su hijo o si no se lo regalo yo.
—No, se lo compro, Amaranto, ¿cuánto vale?
Es 1990 o 1991, no importa. Lo importante es que por 30 pesos Pachi recibe de regalo su primer charango, que hoy está en manos de su propio hijo. Pasó de generación en generación. Con el tiempo, Pachi Herrera se convirtió en un especialista en cuerdas andinas: toca charango, ronroco y maulincho. También canta y toca la guitarra. “Yo aprendí jugando”, recuerda. A los 13 años, pisó el festival de Cosquín por primera vez, con el Grupo Airampo, junto a la delegación de Jujuy. En ese marco, junto a Las Voces del Teuco y La Voces de Ledesma hicieron un combinado de música jujeña y tocaron una canción del referente musical Ricardo Vilca (1953-2007). Sería una señal. A los 14, se fue tres meses de gira a Europa con un ballet de su provincia a Bélgica, España y Francia. Dos años después, Vilca se separa de su grupo original y los convoca para tocar a él y a “dos pibitos más” de 16 y 17 años, José Alba y Ramiro “Capi” Nieva. En este momento, allá por 1996, el grupo Ricardo Vilca y sus Amigos se completa con Carlos Cabrera y Daniel Froderman. “Lo empezamos a acompañar durante todo ese tiempo: salíamos de la escuela, pedíamos permiso unos días y nos íbamos a ensayar a Humahuaca a su casa. Fue la experiencia que cambió mi vida. Con Ricardo aprendí el sentido de la música”, dice Pachi y no termina de definir con palabras lo que significó estar a la par de Vilca, uno de los músicos más vanguardistas, originales e inspiradores del país.
—¿Qué fue lo más importante que te transmitió?
—Ricardo era maestro rural en Humahuaca y la Puna. Él tenía una motito en la que iba a dar clases de música a Iturbe, a Chaupi Rodeo, a Cangrejillos, a Hornaditas, a pueblitos perdidos en la Puna. Lo de Ricardo es completo, no es solo paisajística su música: aparece lo social y los miles de años de historia de nuestra música. Está todo ahí. Es la música más completa que escuché en mi zona. Cuando nosotros tocábamos o ensayábamos con él, quizás en ese momento no comprendí todo el mensaje. Yo estaba alucinado y mi preocupación era tocar más rápido el charanguito para sacar los punteos. Pero cuando pasó el tiempo me di cuenta que lo que aprendí era otra cosa: por qué y para qué toco. ¿Por qué estoy tocando “El tero tero” o “Los Cachis de Iruya”? Ricardo me dejó una forma de vida con la música. Escuchás sus canciones y viajás automáticamente a Jujuy.
Y tiene razón. Escuchar piezas bellísimas como “Nuevo día”, “El mudito”, “Chaupi Rodeo”, “Guanuqueando”, “Plegaria de sikus y campanas”, “Misachico de Cangrejillos”, “Quebrada de sol y de luna” o “Sentimiento” es una forma de transportarse con la mente al silencio y la calma de la Quebrada de Humahuaca o a la aridez de la Puna jujeña. Pachi no llegó a grabar ningún disco con Vilca, pero entre manos se trae un proyecto para editar un material con canciones inéditas que conserva en un casete. “Una se llama ‘Mechita’ y otra ‘Abra de poco’, pero no puedo adelantar mucho”, se escuda. Con Inti Hauyra, el grupo de música andina afincado en Córdoba con el que transitó el circuito under folklórico durante quince años, grabó varias canciones de Vilca, como “El último tren”. Y ahora, en su primer disco solista, Variablemente (2015), acaba de versionar “Rey mago de las nubes” (Vilca-León Gieco). “Lo canté con mi hija, que fue un sueño para mí. Ricardo cantaba ese tema con su hija Juanita”, enlaza.
Pachi está viviendo actualmente en Cuesta Blanca, último pueblito camino a las Altas Cumbres, Córdoba. Siempre Córdoba. No es el único de su especie musical que eligió el centro del país para desarrollar su música. Es que Córdoba representa en la actualidad un foco cultural importantísimo y un espacio de confluencia de músicos de raíz folklórica de todo el país. Riojanos, jujeños, patagónicos, santiagueños, bonaerenses y músicos de todas partes alimentan una maquinaria cultural que, en gran medida, transita los carriles de la autogestión y los circuitos alternativos, como los patios de cantores y poetas, las peñas universitarias y encuentros míticos como el de San Antonio de Arredondo, un secreto a voces. Antes de desembocar en el Valle de Punilla, Pachi probó suerte varios años en Córdoba Capital. “Córdoba es fenomenal, es un lugar mágico. Porque está la capital, pero alrededor hay una masa de artistas re grosos dando vueltas y construyendo cosas re lindas”, resalta una tarde de abril en Buenos Aires, en los pasillos de Radio Nacional.
—¿En qué momento llegaste a Córdoba?
—En Jujuy había pocas universidades y yo quería estudiar ciencias económicas. Entonces, me vine a inscribir a la Universidad de Córdoba. No duré nada. Todos mis hermanos habían pasado por acá, entonces me vine a vivir a Córdoba con ellos. Llegué y conocí a (Adrián) “el Gordo” Temer, con el que hicimos “Bailecito de los yuyos”, y empezamos a salir a las peñas de esta provincia. Nos llamábamos Los Jujeños, bien original (risas) . Hacíamos carnavalitos, taquiraris, un repertorio bien folklórico. Ahí lo conocí a Ezequiel López y armamos Inti Huayra. Después, los convoqué al Capi (Nieva), al Viti (José Alba) y al Bacha (Fiad) y completamos el quinteto.
Corría el año 1999 e Inti Huayra daba sus primeros pasos en la peña Éxodo Jujeño. El grupo se ganó rápidamente el respeto de sus pares, recorrió de palmo a palmo el circuito off cordobés y realizó giras por todo el país. Dejaron cuatro discos en los que le pusieron su sello personal a los ritmos tradicionales andinos: Pa’la vuelta (2002), Almas (2006), Savia (2010) y 4 Cuerdos. (2014). El año pasado, Pachi se fue del grupo y al poco tiempo se disolvió. “Yo había sentido que cumplí un ciclo con la banda. No estaba disfrutando los ensayos y los viajes, entonces planteé mi alejamiento. ‘Changos, los amo, pero no quiero seguir con esto, quiero parar’, les dije. Nos dimos un abrazo y nos despedimos”, rememora. Casi como un amor de pareja que elige tomar caminos separados. “Somos personas que crecimos juntas, hermanos de la vida. A nivel artístico fue hermoso lo que hicimos. Ahora como solista extraño las discusiones y creaciones colectivas. Comprobé que se puede sostener algo en forma cooperativa y grupal. Convivimos cinco personas, aportando cada uno su idea. Éramos muy conscientes de lo que estábamos haciendo, todo el tiempo”, dice, con una alegría que lo desborda.
El presente de este músico jujeño de 36 años es más que auspicioso. Acaba de publicar Variablemente, un disco solista en el que despliega su versatilidad, sorprende en su faceta de cantautor y profundiza su costado instrumentista. “Estoy transitando una etapa maravillosa, no sabía que me iba a gustar tanto andar navegando solo”, dice. En el disco, además de ritmos andinos, hay cumbia (“Bailar la vida”), blues (“Dani Sánchez blues”), una poesía recitada (“Los amigos”, de Maxi Ibáñez) y una saya mezclada con blues, “Canto negro”, dedicada al recordado “Titi” Rivarola. “En mi esencia hay música andina (bailecitos, tinkus, carnavalitos), pero me encantan muchas músicas, entonces trato con mucho respeto de romper esa barrera de géneros y aplicarla a lo que estoy tocando hoy: algo más cancionero, dándole más bola a la letra”, cuenta. “Me alimento de muchos géneros y no sólo los escucho, sino que los comparto. Tengo un proyecto con un músico de blues, Edgardo Contizanneti, que se llama Altiplano Blues, en el que tocamos con charango y guitarra eléctrica temas folklóricos y bluseros. Grabé en bandas de heavy metal con el charango, con bandas santiagueñas, cordobeses, de muchos géneros. Entonces, me nutro de todo eso”, se explaya.
Párrafo aparte merece “Pachamama”, una canción hiper hitera y profunda a la vez que compuso con el riojano Ramiro González, un destacado compositor y poeta que también está sumando aires frescos a la canción de raíz. “Es la canción que más rápido hice en mi vida. El día de la Pachamama hicimos una ceremonia en la casa del poeta Maxi Ibañez y vino Ramiro. Y al otro día me dice: ‘Mirá, cumpa, me salió esta letra, te la dejo porque tiene que ver con la música andina y la tierra’. A los dos segundos, lo llamo y le digo ‘¡Volvé ya!’. Le mostré la música de la canción y le encantó. No hubo mucha premeditación”, cuenta. Luego, la canción caminó solita: no solo la grabaron Ramiro y Pachi en sus respectivos discos solistas, sino que también la versionaron Bruno Arias y Juan Iñaki en sus últimos trabajos. “Y ahora el chelista que toca conmigo en mi banda, que es de la orquesta de Río Negro y Neuquén, hizo un proyecto con otro chango que se llama Chechelos y me mandó una grabación del tema. Lo cantan y tocan con chelos, una versión re loca. ¡Qué bueno!”.
—Formás parte de una generación de músicos que transitan un circuito alternativo, respetan la canción de raíz y tratan de proponer lazos más solidarios. ¿Es así?
—Hay dos cosas muy lindas que noto de la generación a la que pertenezco: nosotros venimos de los patios, de la tierra, de la mugre, del carnaval, entalcados bailando, no del comercial; me refiero a músicos jujeños como Adrián Temer, Fava Kingar o yo. Venimos de ahí y no nos hemos olvidado de eso. Somos músicos que trabajamos con la música: viajamos, giramos, tocamos en festivales pero siempre volvemos ahí, porque es nuestra esencia. La segunda cosa es que nos dimos cuenta que tenemos que ocupar otros espacios, que son nuestros también; nos vivimos quejando de que “siempre toca tal y cobra tanto”, pero ¿por qué no ocupamos nosotros ese lugar y cuando tocamos le damos a la gente todo lo que tenemos? Y me parece que en eso andan los Che Joven, Raly Barrionuevo, Vivi Pozzebón, Ramiro González, Javi Caminos, Bruno Arias, José Luis Aguirre, Paola Bernal, todos artistas que nos dimos cuenta que hay espacios que los tenemos que ocupar por necesidad. Son la generación que va a dejar la poesía del momento; la historia que no se cuenta ni se escribe. Estoy convencido de eso.
—Este año en Cosquín hubo movimientos interesantes en ése sentido y se ha recuperado la Plaza…
—Sí, sucedió por dos cosas. La gente de la Comisión se esforzó lo más que pudo y los músicos aportaron haciendo un trabajo mucho más profesional. A mí me tocó compartir con Orellana-Lucca, que ganaron el premio Consagración, totalmente merecido.
—¿Y cómo te relacionás con la autogestión? Imagino que ya nadie espera que venga una discográfica a salvarlo…
—No tengo ninguna expectativa con ese tipo de negociaciones. Si aparecen, las analizo. Si realmente contribuyen para mi música, buenísimo. Si no sirven, hay muchas formas de hacer las cosas. La mía actualmente es la autogestión, yo me encargo de la replicación de mis discos. Uno tiene el control de lo que puede llegar a pasar con lo que hace. Y como contra es muy desgastante. A veces perdés el eje de lo artístico por estar pensando en la distribución del disco o una presentación en un teatro. Y eso es contraproducente para el artista. Yo pienso en todas esas partes, las trabajo, pero mis energías están puestas en la música. Estoy al servicio de hacer canciones y que cuando las toque salgan lo mejor posible. Cuando deje de disfrutar o no las toque de corazón, me pongo un kiosco.